LAGUNA DE VOCES

 Un juego que dejó de ser divertido

            Alguien me dijo, con toda la sinceridad de su corazón a punto de latir por última vez, que la vida de cada uno está derrotada de antemano en el reto de ver los cambios que la juventud nos exigió para poder mirar una sociedad más justa. Que nadie en toda la historia de la humanidad lograría semejante empresa y que, de lograrlo, solo sería un remedo de lo que soñó.

            Por supuesto que tenía razón. La certeza que asiste a los moribundos, pero también de los que saben con absoluta seguridad que ya no tendrán nuevas oportunidades de jugar a la esperanza, es la misma que nos lleva al descubrimiento de que los ciclos son eso, repeticiones hasta la saciedad de algo que en algún momento estuvimos seguros, derivaría en la instalación de los sueños como dueños del poder.

            Y es evidente que el ejercicio del poder resulta ser una contradicción de cualquier ideal, hasta por naturaleza.

            Llegado el momento damos certificado de veracidad a la realidad, que simplemente acabó por ser dueña absoluta de la verdad; y en todo el tiempo que la humanidad tiene de existencia, vemos con total resignación que los dueños de la tierra han sido lo mismos, igual que los desposeídos, igual que los que un día cualquiera se murieron sin aspirar a otra cosa que no fuera pensar que en otro lugar, pero en este no alcanzarían alguna posibilidad de justicia.

            Al poder, como por designio divino, han llegado siempre los mismos. Y de ahí explota una bomba con ondas expansivas que iluminan en algunos casos unas cuantas existencias, u oscurecen la de los que han estado condenados de eternidad al olvido.

            Para que algo brille debe haber oscuridad, y entre más intensa mejor, mucho mejor.

            Por eso resulta, a estas alturas de la vida, difícil volver de manera anticipada al juego que un tiempo resultaba tan alentador, incluso divertido, que consistía en adivinar, antes que nadie, el nombre del iluminado o la iluminada que llegaría como relevo concluido un sexenio, y en que gustábamos de asumir el papel de observadores, incluso adivinos.

            Dimos poderes más allá de los humanos a cuanto personaje se nos cruzó en el camino. Aceptamos con singular humildad que eran ellos, siempre ellos, los de gran inteligencia y sabiduría.

            Era un juego interesante, por momentos pleno de emoción.

            Pero llega la edad y el hartazgo, ni unos eran tan inteligentes o sabios; ni los otros, nosotros, simples observadores. Nos dimos cuenta de lo abiertamente lógico, simple, terriblemente simple, en que a falta de suerte en los dados del universo, gustamos participar como simples invitados de segunda, cómplices es la palabra, al festín cotidiano del poder.

            El poder lo ejercen quienes están dispuestos a ejercerlo. Así de simple. Y no, no es garantía alguna de que lo hagan bien, o mal, o maravillosamente. Simplemente lo ejercen ante el terror de los miles de espectadores que nacieron con miedo, y morirán con miedo.

            Algunos reclamarán, dirán que no es justo. Pero a la hora buena se echarán para atrás, y una vez más participarán en ese eterno rito, en que los nacidos para obedecer, se dan a la tarea de investir con poderes mágicos al que simplemente nació para eso de ejercer el poder.

            En una historia que no termina, que nunca terminará, y que probablemente aquél que me contó sus reflexiones antes de partir, descubra que hasta en la otra vida se aplica el mismo sistema de poderes, en que unos nacen para mandar, pero allá mueren para lo mismo, es decir, mandar.

            Nadamás eso nos faltaría.

 

Mil gracias, hasta mañana.

 

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico

twitter: @JavierEPeralta

 

 

           

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