• Un árbol con una rama que se convirtió en niña
(Para Tania, en su cumpleaños)
El árbol se ha mantenido firme con todo y que desde su nacimiento la mayoría de quienes lo veían aseguraban que moriría pasada una semana. Resistió con fiera voluntad que fuera flaco como un enfermo terminal, y solo luciera algunas hojas en la punta que se dirigía al cielo con la imprudencia absoluta que lo condenaba a quebrarse por el peso.
Una vez quedó encorvado, casi una joroba monumental, y se adivinaba que moriría al menor soplo del viento. Pero no fue así. El día que pintaba para tormenta se quedó quieto, le tuvo compasión hasta que volvió a enderezarse y estuvo de nueva cuenta en pie, pero con la manía de crecer más y más.
Resultaba imposible que sobreviviera a los malos tiempos, a una plaga que puso blancas las pocas hojas que crecían en su tronco, a la decisión de algunos que pedían fuera cortado de raíz porque figuraba una garrocha seca.
Pero sobrevivió. Pasaron los meses de los huracanes, llegó el otoño y sus pocas hojas se pusieron amarillas, hasta que en el invierno volvió a dar signos de muerte cuando su punta se quebró a fuerza de frío helado. Celebraron los que querían verlo cortado, que solito decidiera morir.
Casi al final del año era inminente que el parque de la colonia se quedaría sin su primer inquilino, además que otros árboles más luminosos y frondosos había pegado en unos meses, con grandes hojas y flores. Nadie extrañaría al que se había ido.
Pasó el fin de año, empezó otro y no quedó seco como todos esperaban, pero tampoco sucedió lo contrario, es decir que se llenara de verde y se viera hermoso como nunca en su existencia. Eso ya nunca pasaría.
Pero se quedó en el lugar de siempre, muchas ramas pelonas, unas cuantas hojas, una delgadez absoluta, se diría enfermiza, pero una necedad que nunca se había observado en árbol alguno.
Se quedó, y a estas alturas ya nadie duda que será inmortal, porque nada ha podido mandarlo al otro mundo, si es que hay otro para los árboles.
Me moriré, nos moriremos los que acudimos a sembrarlo, y con todo y que se ve frágil, delgado como esperanza perdida, no se irá porque decidió simplemente quedarse.
Cuando se busca un árbol donde podrían sembrar las cenizas del cuerpo que fuimos, seguramente muchos de los que lo hemos visto vencer una y otra vez la desesperanza, lo habrán de elegir sin la menor de las dudas.
Será siempre sombra diminuta, pero cierta, eterna, como la que se busca desde que uno se entera que la vida tiene fin.
Algo así son los hijos: árbol que deseamos de todo corazón que sea eterno, que nos sobreviva, que nos lleve a ese camino de los recuerdos gracias a los cuales nunca desaparecemos. Que nos nombre al evocarnos y por esa simple razón, nombrarnos, despierte las cuencas lánguidas de la calavera que somos para ese momento, pero plena de esperanza.
Algo así me pasó hace 34 cuando nació mi hija Tania. Supe de manera inmediata que sabría enfrentar los tormentosos tiempos de la vida, levantarse siempre con unas ganas inmensas de crecer y vencer los tiempos de lluvia y rayos.
Tan bien lo ha hecho que un día el pequeño brote que se veía en la rama más alta, se convirtió en un árbol pequeño pero sonriente, con ojos grandes-grandes y un pasaporte para mi, que soy su abuelo, en que me garantizaba el pase inmediato, cuando así lo quisiera, al mundo donde todos se convierten en el espíritu que nunca muere, que de pronto aprende el arte de las múltiples realidades.
Así que somos árboles. Así que resistimos todo lo que la vida nos pueda presentar, incluso la muerte misma.
Mil gracias, hasta mañana.
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