La propaganda como verdad

FAMILIA POLÍTICA

“Hay que hacer creer al pueblo que el hambre,
la sed, la escasez y las enfermedades, son culpa
de nuestros opositores y hacer que nuestros
simpatizantes lo repitan en todo momento”.
Joseph Goebbels.

El siniestro jefe de propaganda nazi, Joseph Goebbels (1897-1945), afirmaba que “Una mentira que se repite mil veces, se convierte en verdad”. Deseoso de servir con óptima eficiencia a su jefe, el “Ario” Adolf Hitler, le aconsejaba cuanto se maneja en el epígrafe: Primero, “hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed y las enfermedades, son culpa de nuestros opositores”. Segundo, “hay que hacer que nuestros simpatizantes lo repitan en todo momento”, hasta que la masa lo grabe en su consciente y en su subconsciente como dogma de fe; como verdad indubitable. El contenido de esta ideología, en forma de programa educativo, dio los terribles resultados que la humanidad registra: un pueblo dogmático, una juventud enajenada, un líder demente que, creyéndose superhombre, condujo a la humanidad a su gran holocausto, y al objetivo institucional de terminar con la raza judía.
    Este esquema, por su naturaleza, es propaganda, pero por su repercusión puede ser un mensaje de odio e idolatría para aquél que logra erigirse como sumo sacerdote de esa religión “democrática”, cuya mística es encontrar en cada prójimo (compatriota o extranjero), un enemigo en potencia al cual hay que exterminar, cuando sus votos en nada benefician al sistema o a quien, en su nombre, puede dispensar los máximos favores o dictar las sentencias más crueles.
Dante Alighieri afirmaba que no existe dolor más profundo, que recordar los momentos de gloria en épocas de infortunio. Lo anterior aplica fundamentalmente a los políticos. El mismo pensador decía que los grandes hombres sólo se forjan en la adversidad; por ello, conseguir el poder se torna obsesión para algunos. Buscan el poder una y otra vez, año tras año, elección tras elección, sexenio tras sexenio, hasta que las condiciones objetivas les sonríen y logran conseguir sus metas. El riesgo es que les ocurra lo que al viejito, a quien le gustaba perseguir muchachas, pero el día que alcanzó a una, ya no se acordó para qué.
A quienes se empoderan con base en la cultura del esfuerzo, no conciben la vida fuera del poder (el propio Juárez, por razones históricas, prolongó su mandato casi dieciocho años. Murió siendo Presidente), les cuesta mucho trabajo imaginarse qué harían a partir del primer día sin investidura. Su obsesión de perdurar los acompaña siempre y en todo lugar; todos los días hacen campaña en pro de un sucesor (aún indefinido), por cuyo sumiso conducto puedan ejercer de manera vitalicia, su insaciable hambre de dominio. Durante toda su vida ciudadana hacen de la oposición a los regímenes en turno, modus vivendi. Se acostumbran tanto a criticar, que ni siquiera se dan cuenta cuando ellos son gobierno, que no pueden ser poder y oposición al mismo tiempo.
Estar al lado de los que disienten, gritan, marchan, ofenden…, no implica más responsabilidad que la moral, la que se contrae ante la lealtad de los seguidores; no hay sanción formal. En cambio, cuando se llega al otro lado, la primera responsabilidad consiste en aprender a gobernar, a tolerar como sujeto pasivo las exigencias, las críticas que, con fundamento o sin él, grita el pueblo que otorgó su confianza mediante el sufragio y que, cuando no ve resultados, se alebresta, demanda a quien no cumple sus expectativas y promesas, ahora bajo el amparo de la norma jurídica.
Siempre será más fácil administrar la esperanza desde la oposición, que controlar la frustración social desde el gobierno, aunque se pretenda, por ignorancia o mala fe, destruir al Estado de Derecho, al decir que la justicia está por encima de la Ley.
En una democracia, el ente de poder no gobierna sólo, busca rodearse de quienes considera mejores, lo mismo para integrar el Gabinete por nombramiento administrativo, que el judicial por voto indirecto o el legislativo, por elección popular. El riesgo es que los afectos lo dominen, lo pongan por encima de sus responsabilidades y que en lugar de exigir mejores resultados a un funcionario (a), en beneficio de los electores, el gobernante acuda en su reiterada defensa, aunque, evidentemente, esté fallando.
Enrique Krauze, en una publicación reciente criticaba un apapacho de AMLO a la Jefa de Gobierno de la Ciudad de México y decía: “Imaginemos por un momento a Enrique Peña Nieto, encabezando un mitin en defensa, digamos, del procurador Murillo Karam, en aquellos días aciagos de Ayotzinapa, levantando la mano de Murillo en Guerrero, gritando “No estás solo”, acusando a las fuerzas de oposición de conspirar contra el poder”. Desde luego, la comparación es desafortunada; esto no puede ser, porque el Procurador siempre estuvo convencido de una verdad metodológicamente fundamentada, la cual, hasta la fecha, no ha podido desvirtuarse, a pesar de tantos “grupos especializados” que se empeñan en buscar un cuchillo sin mango, al que le falta la hoja.
Goebbels decía: Hay que hacer creer al pueblo que el hambre, la sed, la escasez y las enfermedades son culpa de nuestros opositores y hacer que nuestros simpatizantes lo repitan en todo momento. Tal parece que los tiempos no cambian, aunque desde el poder, quienes lo ejercen, confían en un pueblo “bueno y sabio”, esa bondad no alcanzaría para justificar todos los yerros e ineficacias de manera indefinida, algún día, la sabiduría haría que se preguntase a sí mismo: ¿De veras todo estaba tan mal en los anteriores gobiernos? ¿De veras nuestros adversarios serían capaces de destruir a su patria, con el único propósito de hacernos quedar mal? Como en Sodoma y Gomorra, ¿entre tanto corrupto, no existe algún servidor público honesto?

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