LA UNIDAD IMPOSIBLE

FAMILIA POLÍTICA

“Divide y reinarás”.
Maquiavelo.

Se dice que la frase original es de Julio César, quien afirmaba “divide y vencerás”. Después, Maquiavelo en El Príncipe, la transformó; dijo “divide y reinarás”, por eso suele atribuírsele la autoría.

En 1918, el alemán Oswald Spengler publicó su libro La Decadencia de Occidente; en él, básicamente habla de las sociedades en Europa y Medio Oriente, las cuales, de manera fatal pasan por tres etapas: nacimiento, desarrollo y decadencia.  Pretendo, en esta ocasión, establecer un paralelismo entre la obra del pesimista germano y la etapa que vive el que fuera durante más de medio siglo, el partido político dominante en México.

Toda revolución armada enarbola, además de las banderas de inconformidad, los estandartes de esperanza para un mejor futuro del pueblo. Cuando los salvadores se erigen en gobierno, es tanta su voracidad que pretenden adueñarse de todo el “botín”, por lo que después de la lucha armada, alguien expresó: “Hay que salvar a México de sus salvadores”.

La Revolución mexicana generó una serie de carismáticos caudillos, que sólo se pacificaron cuando uno de ellos propuso el reparto equitativo y oportuno de cuotas a los grupos emergentes, mediante la militancia en un frente popular que los unificó para, civilizadamente, apoyar a sus adversarios dentro de las instituciones, con la certeza de que, en su momento, recibirían trato recíproco. Así, bajo la inspiración del sonorense Plutarco Elías Calles, se creó en 1929, un gran frente nacional, el cual se llamó estatutariamente Partido, sin serlo, ya que no nació para conquistar el poder, sino en el poder para ejercerlo hasta el exceso y repartirlo en cuotas.

Así, el Partido, no solamente sobrevivió, sino que, en un marco de estabilidad, bajo la invocación de su origen en la violencia armada (que ahora, como gobierno, daba frutos en materia de “democracia y justicia social”). Octavio Paz denominó a ese sistema El Ogro Filantrópico: al mismo tiempo autoritario y benefactor. Tanta fuerza logró, que se dio el lujo de dividirse a sí mismo en una serie de fracciones y facciones, para generar base social y en su momento, con fundamento en ella, prodigar cuotas en presidencias municipales, diputados locales, legisladores federales, gobernadores y de ahí para arriba.

El raro fenómeno de engendrar fuerza por la división, fue eficaz un largo periodo. Los sectores agrario, obrero y popular; las organizaciones gremiales y territoriales; los sindicatos; las mujeres, los jóvenes, los indígenas y todas las expresiones colectivas, habidas y por haber, se convertían en grupos políticos o de presión para asegurar importantes sitiales, seguros de que, a la sombra del poderoso Instituto Político de la Revolución, cualquiera ganaría; lo difícil era lograr la candidatura.

Vuelvo a Spengler para, insisto, hacer un paralelismo entre las sociedades y los partidos políticos; en este caso el que crearon los caudillos emergentes de las gestas bélicas y políticas, entre 1910 y 1929. En el esquema de las tres etapas spenglerianas, el Partido tuvo un nacimiento sui géneris, exitoso desarrollo y larga permanencia en el poder; como el ave fénix, logró renacer de sus cenizas tras dos derrotas consecutivas; pero fatalmente, se encuentra ahora en total e indiscutible decadencia. Rota su poderosa estructura, como diría Mafalda “Los sobrevivientes no saben qué hacer con los pedazos”. A nivel nacional no hay un liderazgo capaz de lograr la unificación. Las grandes figuras que propiciaron la derrota, hoy se niegan a admitir que todo lo que empieza, termina y que todo lo que sube, tiene que bajar.

Cierto, en política no se gana ni se pierde para siempre. La luna de miel entre el pueblo y sus mandatarios, se nutre con promesas de eternidad, pero dura un sexenio, cuando mucho. Volverá el tiempo de las nostalgias y pueden revivir los recuerdos idos de pasadas glorias, aunque no bajo la tiranía de los mismos estereotipos.

Al interior de los comités: nacional, estatales y municipales, a estas alturas, todavía hay fuertes discusiones por las cuotas de poder (¿Cuál poder?). Las mujeres aducen sus grandes luchas por lograr paridad estatutaria; piden candidaturas, aunque no tengan posibilidad alguna de ganar; lo mismo ocurre con jóvenes, indígenas, profesores, obreros, etcétera. Seguramente, en este esquema, pronto los viejitos también pediremos espacios perdidos y creo no exagerar si visualizo banderas con los colores del arco iris, ondeando junto a los pendones tricolores: el poder es el poder pero… el no poder, también.

Aristóteles habló de pureza e impureza en las formas de gobierno, mencionó a la Monarquía como forma pura: gobierno de un solo hombre; cuando la corrupción y otros vicios la contaminan, surge la Dictadura. Al gobierno de pocos, en su forma pura, le denomina Aristocracia; a la impura, Oligarquía. Si la mayoría de los ciudadanos elige a sus gobernantes, se da la Democracia pura; si se corrompe, si desvía sus fines, se transforma en Demagogia.

La aspiración del pueblo de México, que se plasma en La Constitución vigente, es vivir en un régimen representativo, democrático y federal. En el más puro concepto aristotélico, la Democracia tiene que definirse así, sin adjetivos. Cuando alguien aspira a una candidatura, la pregunta lógica del partido que avala su postulación, debe ser ¿gana? O por lo menos ¿tiene posibilidades de ganar? En caso de que la respuesta sea afirmativa, con fundamento serio en encuestas, entrevistas y otras herramientas de medición. ¿Qué importa que la posible opción ganadora sea hombre, mujer, joven, viejito o gay? ¿No es claro que, con un partido en decadencia, las cuotas no se valen?

No pretendo negar la lucha de las mujeres, el derecho de los jóvenes, los méritos de sectores, organizaciones, sindicatos o facciones, simplemente estoy convencido de que la selección de candidatos tiene que ser con piso parejo, si el Partido quiere sobrevivir como opción con posibilidades de triunfo; de otra manera, se convertirá en aliado involuntario de la arrasadora mayoría.

Aprender a ser oposición implica aceptarlo, borrar los estereotipos y la arrogancia, “el modito” de los eternos triunfadores. Con humildad, hay que crear reglas para lograr equilibrios y evitar los peligros de la división y la prolongación de la derrota.

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