Home Un Infierno Bonito “El PERRO RABIOSO”

“El PERRO RABIOSO”

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El minero es muy humilde, en todo el sentido la palabra, no se sabe expresar, porque no tuvo escuela, mucho menos educación, al tratar con personas ajenas es discriminado por la alta sociedad.

Cuando sufre alguna lesión,  lo mandan con otros compañeros a la finca o a casa de los jefes ingenieros de la mina.

Una vez me mandaron junto con dos compañeros a pintar la casa de un ingeniero, de apellido “Tena”, “El Inge” tenía dos hijos, uno como de 11 años y otro de 9, los dos estudiaban en el Instituto Hidalguense.

Se peleaban y se decían de groserías, las mamá los reprendía y les llamaba la atención:

  • Niños, por favor, cállense, ¿qué van a decir los señores?

La señora nos explicaba qué es lo que quería que hiciéramos, para pedir el material que se iba a ocupar:

  • Queremos que nos pinte el pasillo, que le ponga un azul y que nos cambie los vidrios rotos, que resanen todos los agujeros del patio. Nosotros le decíamos que sí.

Los niños no dejaban de pelear, y la mama los regañaba.

El más chico le gritó a su hermano:

  • Dame mis estampitas que me robaste, eres un ladrón.
  • Yo no te tomé nada, marica.
  • Chinga tu madre.

Se trenzaron en una pelea, cayendo al suelo, parándose y aventando patadas, al verlos, salía la mamá y los apartaba, levantándolos, uno de cada brazo y  les llamaba la atención:

  • Chamacos peleoneros y groseros, ¿qué van a pensar los maestros, no les da vergüenza decir groserías?

La señora se retiraba y los chamacos seguían en lo mismo, mentándose la madre a  gritos que se escuchaban en toda la casa, la señora les gritaba desde la cocina:

  • Ahora verán, muchachos groseros.

El más grande le agarraba las manos para que no le pegara, pero no dejaban de decirse de habladas. El más chico le dijo:

  • Les voy a contar a todos los de escuela que eres joto.
  • Cállate, pinche minero.
  • Al escuchar la palabra minero, se soltó a llorar y le fue a dar la queja a su mamá. Dejando ella lo que estaba haciendo salió, agarró de los cabellos al infractor y le dio fuertes cachetadas y un golpe en la boca.
  • ¿Por qué le dijiste minero? Ahora que venga tu padre, le voy a decir para que te dé un castigo.

Sentimos feo, tal parece que la palabra “Minero” fuera un cáncer o algo prohibido.  Salimos de trabajar y nos metimos a la cantina “El Relámpago” que estaba en el barrio de El Arbolito. Vimos entrar a una persona, tenía puesto un casco de minero todo madreado y mocho de un lado, sus botas viejas, con su guangoche colgado del hombro, y en la cintura, una lámpara de carburo.

Llegó al mostrador y pidió medio litro de pulque, sacó de sus bolsa una colilla de cigarro y se dirigió a nosotros.

  • Buenas tardes señores, me regalan de su lumbre, por favor.

Le di mi cigarro y al prender el suyo le temblaba la mano.

  • Siéntese.

Arrimó su pulque y se lo empinó, le preguntaron:

  • ¿Dónde trabaja usted?
  • En la mina “El Cuixi”, vivo en el pueblo de El Bordo, a estas horas paso a tomarme mi medio para el camino. Miguel Pérez para servirles -les dio la mano.
  • Se ve que usted está enfermo.
  • Un poco, ayer me lastimé en la mina, me caí y rodé, me hice una herida en la pierna.

El contratista no me dejo salir, llegué tarde a la Clínica Minera, y no alcance al doctor, no me curaron y me duele mucho.

  • – ¿Por qué no vas a quejarte al Sindicato?
  • Los señores no me hacen caso,
  • Usted se ve muy mal. ¿Por qué no descansa?
  • Nos descuentan el día y luego no hay para los frijoles
  • Pero importa más su salud. ¿Qué categoría tiene en la mina?
  • Soy barretero, de los que  barrenamos a golpe, tengo muchos años en la mina, me han dicho que estoy tuberculoso, comienzo a arrojar sangre cuando toso.
  • ¿Ya fue al doctor de la Clínica Minera?
  • Cada que voy me da un jarabito, a veces lo compro, pero luego no tengo con qué.
  • ¿Cuánto gana?
  • 8 pesos diarios, pero nos descuentan el Sindicato y la atención médica.
  • ¿Sabe quién tiene como jefe en la mina de El Cuixi?
  • ¡Sí! Al pinche viejo de Villegas y como gatos tiene al Malayo, a Martínez y a una bola de barberos, hay mucho joven, casi niños, que entran a la mina muy jóvenes, cuando ya cumplieron su jubilación, buscan hacerles la vida imposible como la del Señor, y salen con que se lastimaron, para no pagarles nada.

Hace unos días, en la calle de Reforma, murió don Federico, se le reventaron los pulmones; la esposa fue a la Cruz Roja, los socorristas dijeron que no se lo podían llevar porque estaba muerto; después llegaron los del Ministerio Público, pidieron una ambulancia, al llegar al hospital, cobraron el traslado.

La pobre de Juanita, se tronaba los dedos porque no tenía dinero; se juntó un grupo de voluntarios, fueron a la casa de Ismael Villegas.

Tenía una pachanga de pelos, estaban todos los del sindicato. Salió y los mandó a chingar a su madre; llamó a la policía diciendo que se querían meter a su casa a huevo y se los llevaron al bote. Ya no les cuento más, porque tengo que echarme un sueño, entro en el turno de la mañana. Mi jefa me decía que el que se levanta con el pie izquierdo y no se persigna, se lo lleva la  chingada.

Como se fue, seguimos contando relatos, era mi turno:

Un día que llegué a la mina, estaba desatando mi gancho, la cadena se rompió, cayéndoseme el costal con todo y mis cosas, mi casco de seguridad, mi cinturón, mis zapatos, mi ropa; como me cayó en la cabeza, vi chispitas. Eso hizo que a mis compañeros se les soltaran las carcajadas. De  momento sentí coraje. Bajé por lo que necesitaba para mi trabajo y escuché unos gritos:

  • ¡Aguas! ¡Aguas!
  • Vi a un perro que corría como loco, mordiendo al que se le cruzara en su camino. Los atacaba, algunos se defendían, aventándole patadas. Salieron del cuarto de primeros auxilios los escafandristas, con palo en mano, y lo mataron a garrotazos. El patio de la mina era un verdadero desmadre, los trabajadores se asomaban desde lo alto de las ventanas y las azoteas,  mucha gente llegó para atender a los que había mordido.

El jefe de la mina, llamado Lucas Hernández, dio orden de que se cerraran las puertas, para que ninguno saliera hasta que llegara la gente de Salubridad y Asistencia, tampoco que nadie bajara a la mina.

Llegó la camioneta de Salubridad,  subiendo a los afectados, pero con mucho cuidado, sin tocarlos y dijeron que si a algún trabajador lo mordió el perro, lo tocó o tuvo un roce con él, que abordara la camioneta, porque el animal estaba rabioso y los podría contagiar.

Dentro de la camioneta estaban “El chocolate”, “El Cuervo”, “El Petronilo” y “El Loco”, que me llamaban:

  • ¡Ven Gato, vente con nosotros!

Le pregunté a uno de los perreros, ¿a dónde los lleva? Pero el pendejo no me hacía caso.

Uno de los médicos me preguntó:

  • ¿A tí te llenó de baba el perro o lo tocaste?

Para ir con mis compañeros le dije que sí, pero no sabía qué es lo que había pasado.

  • ¡Súbete! Por favor.
  • ¿A dónde nos llevan?
  • A que los vacunen.

Al escucharlo, que me bajo de un brinco de la camioneta. Varios que me vieron también quisieron hacer lo mismo, pero hubo una cuadrilla que cuidaba que nadie se bajara, por el contrario, subir a los afectados. Yo me fui a esconder junto a los que no los había mordido, ni habían tenido contacto con él. A muchos tuvieron que subirlos a la fuerza.

“El Chocolate”, desde arriba, gritaba:

  • Señor, a ese cabrón lo mordió el perro, súbanlo a huevo, porque sino puede morder a su jefa.
  • ¿A quién?
  • A ese flaco, que se está escondiendo allá.

Me señalaba con el dedo. Yo me agachaba y me volvía a gritar. Sus gritos llamaron la atención a un ingeniero, que fue a verme y me preguntó:

  • ¿Por qué te llaman con tanta insistencia tus compañeros?
  • No lo sé, señor.
  • Ingeniero, a ese cabrón lo mordió el perro, que le enseñe las nalgas.
  • ¿Es verdad que te mordió el perro?
  • Cuando bajé, todos corrían y yo hice lo mismo.

“El Chocolate” no quitaba el dedo del renglón.

  • Súbanlo, sálvelo de que se muera de rabia, él es mi hijo y lo quiero mucho.

Dieron la orden de retirarse, burlonamente les aventé sus cremas,  y con mi brazo los hice para atrás, mentándoles la madre.

Los demás bajamos a la mina a realizar el trabajo de siempre. Como al mediodía llegaron mis compañeros, y le pregunte al “Petronilo”, que qué les habían hecho.

  • Nos llevaron al Centro Canino, que nos meten a un cuarto,  íbamos pasando uno por uno y nos ponían una inyección, dijeron que tenemos que ir todo el mes.
  • ¿Cómo a cuántos vacunaron?
  • Más de 20
  • De la que me salvé. Me  dan mucho miedo las inyecciones.

En eso llegó “El Chocolate”:

  • ¿Por qué no fuiste con nosotros?
  • De pendejo.
  • ¡Qué chinga me dieron! Me duele la inyección; camino rengo como el jefe de noche, don Lupe. Pero un día de estos me voy a chingar al velador, el dueño del perro.