LAGUNA DE VOCES

   •    Tierra de diablos


La ciudad ardía igual que el resto del país. Digo ardía porque un buen número de cerros tapizados con pasto viejo y árboles marchitos estaban convertidos en gigantescas antorchas por las temperaturas arriba de los 35 grados centígrados; la lluvia de plano era asunto para quienes se dedican a buscar personas desaparecidas porque simplemente se había hecho nada, vapor incapaz de concentrarse en un solo lugar. Algo sucedía, junto con la noticia difundida por la NASA de que la luna había empezado a encogerse, sin que nos diéramos cuenta, como no sea el calor brutal que dejaba tumbadas a decenas de personas en los deportivos, en las carreteras, incluso al interior de las oficinas y las casas. Nadie podía escapar a la venganza de la tierra contra sus habitantes, y en definitiva nadie escaparía.
    Unos meses antes el esfuerzo más grande se dirigía a recuperar la rutina del vivir como si la luna que chorreaba agua convertida en hielo que brillaba, no fuera un signo evidente de que algo grave pasaba. Todos, sin ponerse de acuerdo a través de las redes sociales, se habían dado a la tarea de ponderar las ventajas de la rutina, e incluso de pronto contábamos con los “coaching para fomentar la rutina”, es decir ignorantes que daban consejos sobre cosa que desconocían. Por razones que son difíciles de explicar sumaron millones de adeptos, igual al miedo que llenaba de angustia a una inmensa mayoría.
    Hasta que empezó a arder buena parte del país, y se confirmó que la luna había empezado a achicarse por una deshidratación absoluta. Los satélites no mentían cuando presentaban la imagen de México similar a la de una antorcha prendida.
    Cayó en el olvido, a nivel ciudad de Pachuca, la truculenta historia de un grupo de malandrines que serían apresados por la policía, luego de comprobarse que varios miles de millones de pesos que se llevaron a un banco suizo no eran bien habidos, y el fracaso para comprobar que eran fruto del ahorro y la buena administración. Si se iban o no a la cárcel a nadie le importaba, porque con o sin toneladas de billetes estaba más que imposible escapar al destino.
    Así que los cerros se prendieron una mañana y el aire se cargó de humo primero, luego ardió por colonias donde sus habitantes buscaban esconderse debajo de la tierra con resultados todavía peores porque se convertían en polvo tan fino, que una simple brisa los esparcía por toda la ciudad.
    Primero polvo de plata y oro, ahora polvo de cuerpos humanos era el aire que respirábamos, al menos los que no estábamos consumidos.
    La luna empezó a verse como un pequeñísimo punto en el firmamento durante las noches, en que toda la población se reunía a dormir en los parques al bajar unos cuantos grados la temperatura, que en regiones como la Huasteca superaba los 46 grados de manera permanente.
    Así que no había remedio, y solo los diablos podían sobrevivir.
    Después se comprobó que los malandrines que ser robaban los dineros de una universidad, de pronto empezaron a sentirse en ambiente y podía pasearse por las calles como si nada, incluso con tan buen ánimo que se burlaban de un fulano que a toda costa los quería meter a la cárcel por sinvergüenzas y ladrones.
    El final fue inesperado, porque los demonios sobrevivían y se aclimataban con singular facilidad al infierno que acababa con los demás, guisados a fuego lento en la parrilla de las carreteras, consumidos en segundos en sus camas, evaporados en las aguas de ríos imaginarios.
    Nunca un infierno salvó a tantos luciferes, y mató a tantos inocentes.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta

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