LA GENTE CUENTA
Cinco y media de la mañana. Andrea, con rastros de desvelo en su rostro, se anticipa al despertador y decide levantarse de la cama, sin hacer ruido para que su pequeño retoño, Martín, no se despierte; y a pesar de la densa oscuridad, ella se aclimata, y con pasos sigilosos se dirige hacia el cuarto de lavado.
Enciende una luz tenue, y prepara todo lo necesario para realizar el gran ritual de todos los días: jabones, suavizantes, limpiadores, desengrasantes, blanqueadores, todo lo que tenga al alcance. Con cierta parsimonia, echa todos los ingredientes a una máquina blanca, coloca una montaña de ropa sucia y la hace accionar.
Seis con diez minutos: la luz natural comienza a inundar la casa, y en lo que la lavadora termina de desmanchar el producto de los experimentos ingenieriles de Martin, Andrea se enfrenta, armada con guantes y esponjas, a una montaña de platos y vasos sucios; baja la guardia por unos instantes para recargarse de energía con una taza de café.
Se dirige hacia su cuarto, Martín cambió de posición, pero sigue perdido en sus sueños, aunque sus ronquidos resuenan de forma impresionante en las paredes de la habitación; la lavadora terminó su trabajo, y ahora es momento de pasar la estafeta a la secadora, antes de que los incipientes rayos del sol también hagan lo suyo.
El reloj de pulso en su muñeca indica que ya dan las siete de la mañana con treinta minutos, la montaña inicial del fregadero se convierte en un llano adornado de platos ordenados por tamaño, la secadora centrifuga las prendas en una última oportunidad, mientras que Andrea, con un mechudo, hace frente a las manchas del piso.
Un olor a lavanda, mezclado con un poco de cloro, se comienza a impregnar en cada uno de los espacios, en las cortinas, en la alfombra de la sala, en las paredes. Y ahora, ella se encuentra en el porche de su casa colgando las prendas, exprimiendo el mechudo, regando las plantas.
Con rapidez prepara el desayuno, mientras que el televisor anuncia la hora de su programa matutino favorito, cuando de repente se escucha un ruido estremecedor. Andrea pensó lo peor.
Llegó a su cuarto agitada, y con horror descubrió que Martín no se encontraba en la cama, y con el corazón agitado se dispuso a buscarlo en el cuarto de juegos, el de lavado, en la cocina… nada; un crujido se oyó desde la sala: Martín había roto sin querer un frasco de galletas, regándose el contenido por todo el piso limpio, mientras él las devoraba con hambre atrasada.