Los creyentes y la cuarta transformación

CONCIENCIA CIUDADANA

Durante Semana Santa, los creyentes que aún conservan sus viejas costumbres religiosas suelen  mantenerse en oración, ayunos y reflexiones sobre el sentido de su paso por este mundo y la suerte que les espera en el otro cuando les llegue la hora de dar cuentas a su Creador; por lo que no está por demás intentar una reflexión en torno a la responsabilidad y actuación que les toca en los cambios que se están dando en nuestro país, a raíz del ascenso a la presidencia de la república de Andrés Manuel López Obrador, a la que él mismo califica como “la Cuarta Transformación” de la vida pública mexicana.
Este asunto no es menor, porque el propio presidente ha dicho que su movimiento es heredero del liberalismo del siglo XIX y el siglo XX que, como sabemos, se contrapone al movimiento conservador desde el movimiento de Independencia de 1810, pasando por 1821 y culminado en 1860 cuando al ser derrotado por los liberales, promueve la intervención francesa y el imperio de Maximiliano de Habsburgo; con quien finalmente los conservadores compartieron la derrota en Querétaro el 15 de mayo de 1867.
Desafortunadamente, la Iglesia Católica, principal institución religiosa en nuestro país, se convirtió en aliada y patrocinadora de las fuerzas conservadoras tratando de impedir que el fin del viejo sistema colonial atentara contra sus privilegios. Lo sorprendente es que, a pesar de su enorme poder espiritual sobre todas las clases sociales, la Iglesia no haya podido impedir que las fuerzas sociales mayoritarias apoyarán a los gobiernos liberales, viendo la desamortización de los bienes del clero, el registro civil, el fin de los diezmos y primicias o la clausura de las órdenes monacales la oportunidad esperada para transformar a México en un país de progreso y libertades.
Tras la muerte de Juárez, y el triunfo del golpista Porfirio Díaz, la Iglesia católica recobró su influencia social sobre las clases privilegiadas cuyo patrocinio a las “obras pías” la convertía en  la feligresía consentida del alto clero; mientras que las masas campesinas y proletarias urbanas se encomendaban a la labor del bajo clero a fin adoctrinarlas en una religiosidad servil que las apartara del espíritu rebelde de las antiguas rebeliones populares encabezadas por Hidalgo, Morelos o el propio Juárez. Díaz abandonó los ropajes liberales que aún conservaba, para transitar a una alianza de facto con las fuerzas conservadoras, cuyo apoyo a la dictadura fue premiado generosamente.  
La oposición a la dictadura de Díaz fue liberal y contraria al catolicismo; tanto en el orden político como en el económico, basado en la concentración de la tierra en unas cuantas manos, al que la Iglesia nunca se opuso y, antes bien, bendijo desde los altares. Y mientras la Iglesia avanzaba en el control de la educación popular mediante el adoctrinamiento religioso; los liberales denunciaban el abandono de la educación pública, que mantenía a la mayoría de la población el analfabetismo y el fanatismo, mientras que solo una selecta minoría alcanzaba la educación superior.
Con la tercera transformación, acaecida con la Revolución Mexicana, la religión fue nuevamente utilizada como arma ofensiva en contra de los cambios promovidos por las fuerzas liberales. Como en el pasado, la alta jerarquía católica enfrentó activamente la constitución de 1917; y en especial a los presidentes Calles y Obregón, que intentaron terminar por la fuerza con el dominio ideológico de la Iglesia, lo que trajo como resultado la Guerra Cristera (1926-1929) en el centro y occidente del país, de manera tan violenta que el gobierno y la Iglesia hubieron de transigir – obligados por el gobierno de EU-, a fin de superar sus diferencias.
Durante más de 30 años, hasta los años sesenta del pasado siglo, ambas instituciones mantuvieron un frágil equilibrio de poderes; pero mientras que la Iglesia Católica consolidaba lentamente su ascendiente social; el gobierno de la revolución institucionalizada se internaba en un proceso de concentración del poder que le condujo finalmente, a enfrentar conflictos cada vez más graves con amplios sectores de la población, en los que los asuntos religiosos pasaron a segundo plano.  
A diferencia de las etapas anteriores, la Iglesia Católica de la “dictablanda” priísta no presentó un bloque homogéneo al interior de sus estructuras; pues mientras algunos de sus integrantes, mantenían una posición conservadora a ultranza; los más prácticos, se acomodaban al discurso oficial con tal de mantener sus nuevos privilegios (sobre todo en el campo de la educación);  donde sus escuelas confesionales  influían cada vez más en la educación de las clases altas y medias, tanto conservadoras, como moderadas, identificadas principalmente con las castas dirigentes de la burocracia y la política estatal.  
Sin embargo, y a semejanza de lo sucedido en la Nueva España del siglo XIX -cuando la clase ilustrada de los colegios católicos y el clero criollo asumieron una posición crítica frente a la política colonial-; en los años sesenta del siglo XX tuvo lugar una rebelión dentro de las propias filas conservadoras. Su origen se encuentra en la Teología de la Liberación en el Cono Sur, principalmente en Brasil, Argentina, Perú y Colombia; replicada en México por personajes como los obispos Sergio Méndez Arceo y Samuel Ruiz, de gran influencia entre las comunidades indígenas, campesinas y estudiantiles; que abrazaron con entusiasta fervor la propuesta de una religiosidad liberadora de los pueblos, contraria al individualismo y la apatía propiciada por la parte conservadora dominante.
1968, fue un año clave para ese movimiento, porque en él coincidieron, tanto la izquierda radical y revolucionaria, como las incipientes manifestaciones de los católicos influidos por la teología de la liberación; unidos ambos en la exigencia de terminar con  el autoritarismo, la antidemocracia y la injusta repartición de la riqueza. Los estudiantes de las universidades públicas y de las católicas marcharon por primera vez juntos superando sus diferencias históricas y avanzando en sus coincidencias políticas y sociales de carácter liberador.  
Ante la irrupción de un pensamiento religioso alternativo, las fuerzas conservadoras de la Iglesia y las del estado autoritario mexicano –agrupadas en el PRI, pero con el apoyo del conservador PAN y aún del comité central del PCM-, coincidieron en la necesidad de descalificar dicho movimiento al que unos tildaban de anarquista, reaccionario y conservador, mientras otros lo atacaban calificándolo de comunista o maoísta, según les conviniera. El golpe final fue dado el 2 de octubre de ese año cuando el sistema en pleno apoyó la represión estudiantil por parte del presidente en turno; derrota momentánea que, paradójicamente, marcó el inicio de un largo camino en el cual fue forjándose el México contemporáneo, con sus debilidades y fortalezas, sus dudas y certezas;  quien, finalmente, alcanzó la manifestación más plena de su madurez en las elecciones de julio pasado, cuando la sociedad mexicana decidió, por abrumadora mayoría, iniciar un proceso de cambio conocido como la “cuarta transformación de la vida nacional”.
¿Cuál es el futuro que espera a los católicos y en general a los creyentes de cualquier religión en dicha coyuntura? Es difícil precisarlo, porque la mayor parte de las instituciones religiosas fueron corrompidas por la acción del neoliberalismo. A diferencia de los años sesenta, durante ese periodo, proliferó la “Teología de la Riqueza”, la Iglesia no dudó en apoyar al neoliberalismo económico y político a cambio de ser tratada como institución favorecida; alejándose a tal grado de las masas empobrecidas, que éstas terminaron por abandonar masivamente la vida y los valores religiosos tradicionales al cundir el escepticismo en sus rituales y sus guías. México dejó de ser un país predominantemente católico y la población sin adscripción a alguna religión es cada vez mayor. Los escándalos sexuales y por riquezas mal habidas de sacerdotes y otros guías religiosos se han convertido en noticia cotidiana, mientras que la fractura de las altas jerarquías del Vaticano terminó obligado a un Papa (Benedicto XVI) a renunciar y ser sustituido por otro (Francisco); quien no alcanza a asumir el mandato pleno de la Iglesia debido a la oposición de los sectores ultraconservadores que se niegan a los cambios de fondo que los tiempos le demandan.
Paradójicamente, el principal promotor de un retorno a una vida común basada en valores ha sido el presidente López Obrador, quien a pesar de su liberalismo, no deja de insistir a la sociedad mexicana que la transformación buscada por su movimiento pasa por un cambio de valores y actitudes personales y sociales y el respeto a toda forma de religiosidad en el marco de un estado laico; donde todas las creencias y valores morales han de ser tolerados y respetados. Esta es, sin lugar a dudas, una posición controvertida; pues los radicales de izquierda la califican de conservadora; mientras los conservadores radicales la consideran un engaño proveniente de un lobo con piel de oveja. Como se sabe, los extremos se tocan y mientras estas dos posiciones polarizan a una parte de la población, la mayoría de los mexicanos van comprendiendo, por experiencia propia, que hoy es el momento en que su comportamiento cívico, político, social y religioso debe adoptar nuevas formas y valores; pues no es posible esperar todo de la transformación externa, sin la correspondiente conversión interna, si es que somos congruentes con el mandato manifestado en las urnas. Sociedad de hombres libres, pero de fe y dispuestos a salvarse con los otros y no sólo su beneficio personal es lo que se reclama, pues la cuarta transformación, que habrá de será espiritual, o no será.

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