Desde hace más de cinco siglos que en Pachuca comenzó a trabajarse la minería. Los mineros fueron muy pobres, y como podían, se acomodaban para vivir en las faldas de los cerros que rodean a la ciudad, en aquellos tiempos llamadas Real de Minas, en chozas protegidas con bardas de piedras sobrepuestas, y al pasar el tiempo, se heredaban de generación a generación, hasta la fecha.
Había casas que estaban en zonas con peligro de hundirse, pues las fincaban cerca de algún rebaje, túnel, o sobre la misma mina. Pero vamos a conocer a algunas de esas familias.
“EL CHANCLOTAS”
Felipe Zamora Pérez trabajaba en la mina de San Juan Pachuca, de la Compañía Real del Monte. Vivía más arriba del Cinturón de Seguridad, en las faldas del Cerro de San Cristóbal, en los límites de la ciudad, en el barrio de El Arbolito. Le decían “El Chanclotas” porque era su costumbre de usar zapatos dos o tres números más grandes para que no le lastimaran.
Un día salió de su trabajo muy cansado. Como a las cuatro de la tarde, a paso lento, subía por la pendiente de la calle que da a su casa; en el camino encontró a doña Concha, que era la madrina de sus hijos, y le dijo:
– Córrale, compadrito. ¡Ya se quemó su casa!
“El Chanclotas”, tal parece que le pusieron un cohete en la cola, y, corriendo, llegó a su casa, con la lengua de fuera, contemplando la triste realidad. Un montón de cenizas, brazas, con hilillos de humo que salían de aquella que fue su hogar. Su vieja, que se llamaba Josefina, a quien le decían “La Chepa”, lloraba desconsolada, y cargaba a un niño chiquito; junto a ella estaba otro niño, de seis años, y un perro, que miraba tristemente lo que pasó.
– A ver, explícame, ¿qué chingados pasó, vieja?
La señora, señalando a su hijo, dándole un jalón de greñas, respondió:
– Este pendejo, quiso bajar la olla de los frijoles, que ya estaba hirviendo, se subió a una silla, y se vino abajo con todo y estufa, quebrándose el depósito de petróleo, y ardió la casa.
– ¿Y tú qué? ¿Dónde andabas, o donde fuiste?
– Bajé al barrio, a comprar la sopa y parte del mandado, y cuando regrese, ya se estaba quemando la casa; lo bueno fue que este pinche muchacho se salió a tiempo, si no hubiera quedado como chicharrón.
– ¿No te ayudaron a apagarla?
– ¿Quién quieres que me ayudara? Todos se hicieron pendejos, Bajé, fui corriendo a buscar al juez de barrio, pero el güey con toda calma, me dijo que iba a llamar a los bomberos; nada más daba vueltas, y no hacía nada el cabrón. Como a la hora llegaron los bomberos, pero el camión nada más pudo entrar donde empieza la calle, ahí lo pararon. Subieron hasta aquí, pero de pinches mirones. Dijeron que las mangueras no les alcanzaban, y regresaron por unos extinguidores, que ni usaron.
– Pinches güeyes. De pérdida, le hubieran echado una mirada.
– Todo se perdió, viejo. Nos quedamos con lo que tenemos puesto.
– Ya lo sé. Ahora, ¿qué chingados vamos a hacer?
– No debemos de preocuparnos. Dios nos va a ayudar.
– Sí, pendeja. Pídele una casa.
La vivienda del “Chanclotas” era una herencia de abuelos a padres y de padres a hijos. Estaba construida de madera, de láminas de cartón, con piedras sobrepuestas. “El Chanclotas” tomó del brazo a su vieja, jalándola, pero ella se resistió.
– Cálmate. ¿Adónde me llevas?
– Vamos a ver al juez de barrio para que me explique por qué no llamó a tiempo a los bomberos.
– No te desanimo, viejo, pero te va mandar redonditamente a la chingada. Mejor vamos a ver a tu jefa para que nos dé un rinconcito para quedarnos, mientras levantas otra casa.
– ¿Qué le vamos a ver? Acuérdate que la semana pasada estaba pedo y le rajé la madre a mi padrastro. Ella me corrió, me sacó a palos de su casa y me dijo que nunca más pisara su casa.
– Ya vez, la vieja de tu madre te echó la maldición. Por eso se quemó nuestra casita.
– Ya mejor cállate, pendeja. No me vaya a desquitar contigo. Tú tienes la culpa.
– ¿La culpa de qué? Ya te dije lo que pasó. Qué quieres, ¿que te lo vuelva a repetir como disco rayado?
– Que te calles el hocico, con una chingada, o te lo callo a madrazos. Ahorita estoy como agua para pelar pollos.
– Cállate tú. Es mejor que ya no discutamos. Y juntos, vamos a pensar qué hacer, en lugar de pelear.
– Y éste muchacho, ¿por qué está descalzo?
– Dejó sus zapatos adentro y se los cargó el payaso.
– Para acabarla de chingar. Vámonos de aquí.
Felipe, con un tubo, anduvo removiendo lo quemado, a ver si encontraba algo que les sirviera, pero todo se había consumido por el fuego. El que lo seguía era su perro “El Firulais”, que lo seguía por donde iba, moviendo el rabo; al verlo, “El Chanclotas” le dio una patada, que lo hizo volar, lanzado el can un chillido de dolor.
– ¡Sáquese, pinche perro!
La mujer intervino, haciéndole un reclamo:
– No le pegues al perro. Él no tiene la culpa de nada. Siempre ha estado con nosotros, desde que era un cachorrito. Si quieres desquitar tu coraje, hazlo conmigo. Yo tengo la culpa por dejar la casa al cuidado del niño.
Se bajaron cabizbajos, y al pasar por la cantina “La Veta de Santa Ana”, le dijo:
– Espérame aquí, voy a tomarme un pulque para poner en orden mis ideas, y saber qué es lo que vamos hacer, porque ya se siente el frío.
Se metió a la cantina, y dejó afuera a la señora y a sus hijos, junto con el perro, quienes se acomodaron en la otra puerta de la cantina que estaba cerrada. Le dijo al cantinero:
– Sírveme una cuba bien cargada, que estoy que echo chispas.
– ¿De parras, o la quieres del bueno?
– De lo que sea, pero rápido. Muévete como anoche.
Se tomó cuatro cubas al hilo. Varios de los que estaban en la cantina sabían lo que había pasado, y como no querían al juez de barrio, le comenzaron a echar lumbre al diablo, para provocarlo.
– Supimos lo que te pasó, carnal. Me cae que lo sentimos, pero no pudimos hacer nada. De un momento a otro vimos las llamaradas,. Pero ya ves que no tenemos agua. El pinche juez estaba muy contento; le dijo a los bomberos, cuando llegaron, que no tenía caso que subiera a apagar tu casa, que era una casucha que ya la iban a tirar, porque estaba en el cerro, que ya las autoridades te lo habían advertido, que te bajaras a vivir al barrio, pero que eras un pinche indio necio.
“El Chanclotas” sacaba los ojos. Estaba bien encabronado de todo lo que le decían sus vecinos, y se iba aumentando el odio hacia el juez del barrio.
– ¿Eso dijo el güey?
– Sí carnal. Y muchas otras cosas. Me cay que yo me iba a meter a defenderte, pero me dio un aventón, que me fui de nalgas sobre los nopales, y mi vieja me jaló para que no hiciéramos la mosca chillar, porque me lo iba a descontar dándole un piedrazo en la chirimoya. También lo escuché cuando le dijo a uno de los bomberos, que la Presidencia Municipal ya había dado órdenes de que se destruyera tu casa, porque no pagabas predio y te robabas la luz de la mina.
“El Chanclotas” respiraba hondo y dejaba salir el aire de golpe, del coraje que tenía, y pegaba con el puño cerrado en el mostrador.
– Lo voy a madrear. De esta no se escapa.
Felipe le dijo al cantinero, señalándole el vaso con el dedo:
– ¿Vale mucho la chingadera que me estoy tomando?
– ¡No!
– Pus sírvele, cabrón.
Al pasar las horas, ya había oscurecido. La señora, temblando de frío, se atrevió a meterse a la cantina.
– Ya vámonos, viejo. Los niños tienen hambre y frío.
– Espérame otro ratón, todavía no me concentro bien. Llévales un chesco a los chavos, y tú tómate un melón para que se te quite lo pendeja, porque vales gorro.
– ¿Pero yo qué hubiera hecho? Cuando llegué las llamas estaban más altas, y como tenía mucha madera ardió como la toma clandestina de Pemex. ¿Qué querías que hiciera?
– Les hubieras jalado la pinche manguera a los bomberos, y hubieras dirigido la maniobra. ¡Échenle agua por acá, ora por acá! Pero ya me imagino, que nomás has de haber estado mirando, con el hocico abierto. El día que yo me muera no vas a saber ni pelar un chile.
La señora le iba a decir algo, pero mejor se quedó callada. Ya no quiso discutir con su viejo porque estaba borracho y la podía desmadrar. Lo único que le hizo fue hacerle la mano para atrás, mentándole la madre. “El Chanclotas” encabronado, bajó las manos, sacando el pecho, echando el paso hacia atrás, como futbolista cuando va a chutar, y le puso una patada en las nalgas, que la señora salió abriendo y cerrando las persianas violentamente, rodando en la calle. Sus hijos comenzaron a llorar, y sus compañeros de parranda le dijeron a Felipe que no fuera desgraciado, que no se desquitara con gente inocente, como su vieja, que si era macho que fuera a buscar al juez y le rajara la madre. Felipe puso los codos en el mostrador, cubriéndose el rostro con las manos, y con lo pedo que estaba, ya quería chillar. Otro de los borrachos le tocó la espalda:
– Ya Felipe, tranquilo. Olvida lo que pasó, y vamos a decir salud. Como canta José José: “ya lo pasado, pasado”.
Chocaron los vasos, y “El Chanclotas” se dirigió a la sinfonola y le echó un veinte para que tocara una canción: “Viva mi Desgracia”. Se tomó otras copas y al poco rato el cantinero los echó para fuera, porque ya iba a cerrar; ya eran más de las nueve de la noche, y como no querían salirse, los echó a empujones. “El Chanclotas” le hizo señas a su vieja para que lo siguiera. Atrás de él iba cargando a su chavito, y al más grande lo traía de la mano. La señora casi le gritó:
– ¿Adónde vamos, viejo?
– Usté sígame, cabrona. Y no proteste o le rajo la madre.
Llegó a la casa del “Cartucho”, que era el juez de barrio, y a patadas tocó la puerta. Cuando salió el juez a abrir, recibió
un madrazo entre frente y oreja, que cayó pegándose en la cabeza, quedando noqueado, en un charco de sangre, y todavía le zumbó unas patadas. Su vieja quiso agarrarlo para que ya no le pegara, cayéndose los dos encima del niño chiquito que llevaba en brazos, que hasta sonó como claxon. Llegó la policía y se llevó al “Chanclotas” al bote. Ahí estuvo casi un año. Al salir ya no encontró a su señora ni a sus hijos. Y el pendejo se quedó sin casa y sin vieja, por broncudo.
gatoseco98ayahoo.com.mx