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El pensamiento débil

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Terlenka
    •    El mayor provecho que obtenemos de esta clase de comunicación es el de, como escribió Vattimo, tomar nota de lo que sucede, interpretar y, si es necesario, actuar en consecuencia

 

Cuando converso con otra persona y le hago saber mis opiniones o despliego ante ella mis argumentos y mis preocupaciones, no tengo la menor idea de las conclusiones o el efecto que le causan mis palabras.
Resulta imposible saberlo, puesto que somos diferentes e ignoro qué clase de disturbios, acuerdos, relaciones producen en su mente mis juicios y sentencias. Y carece de importancia que compartamos una cultura similar o que tengamos la sensación de coincidir en nuestras observaciones.
La comunicación es fundamentalmente ruido, confusión, palabrería desbocada y sin asidero. El estar comunicado, hoy en día, significa mantenerse aislado, exiliado, extraviado, pues es imposible o al menos dudoso obtener algún tipo de certeza de este vocinglería bestial, de esta miríada de opiniones, apreciaciones, gritos, párrafos entrecortados, suspiros, insultos, declaraciones, barruntos, análisis y profecías que nos caen encima apenas penetramos los territorios de las redes sociales. Aquí el entendimiento es un milagro.
No se puede conversar con el todo o el absoluto, allí sólo se puede estar. Y cuando uno se entromete en este zoológico infinito formado por las diversas y variopintas especies no queda más que callarse o permanecer absorto y reprimido, asombrado ante la informe y disparatada masa de la comunicación.
Nos encontramos situados en un extremo de lo que en 1983 Gianni Vattimo y otros filósofos italianos denominaron pensamiento débil. Con ello intentaban prevenirnos de un pensamiento no fundamentado en la historia, en la dialéctica y la reflexión organizada a través de la lógica y la razón, sino uno más bien menguado, sin raíces claras y, sobre todo, disperso y cancerígeno. “Como base de esta debilidad del pensamiento en relación a lo que existe —pensamiento que reduce su tarea a un gustoso tomar nota de las formas espirituales transmitidas— se encuentra el oscurecimiento de la verdad” (G. Vattimo)
La verdad se oscurece porque el pensamiento ha abandonado sus orígenes de confrontación y conversación dialéctica y se ha vuelto colección de estereotipos, rumia de ideologías desgastadas y sin sustento; se ha tornado… comunicación.
Ha sucedido la temida desgracia: el individuo ha muerto en pos de integrarse a una colectividad que no lo redime o conforta (ya no hay ideología social), sino que lo devora y lo transforma en consumidor de contenidos fatuos, débiles y sin calorías. El grito en la red es el alarido de un fantasma que alguna vez fue hueso y carne, la expresión de un vacío histórico o racional del que sólo pueden obtenerse conclusiones a medias. No hay cuerpo social, sino sombra y silueta difusa.
El ideal de que el individuo modificara lo social con su presencia y así reforzara la justicia, la buena convivencia o el progreso colectivo parece haber fracasado. El anonimato desde el que algunas voces se expresan en las redes (que no la confidencialidad pactada con instituciones o asociaciones humanistas) posee dos vertientes obvias: la menos importante es la de omitir el nombre del remitente y lanzar la piedra desde la masa amorfa; pero la que realmente trasciende es la que nos dice que el mero hecho de sostener nuestra reflexión y juicio moral en las redes sociales nos torna ya anónimos a priori, indiferentes, autómatas que recitan manifiestos demacrados o débiles (y esto pese a las consecuencias reales e incluso mortales que acarrean las voces desde la red).