Vestida de colores

PEDAZOS DE VIDA

Dale, dale, dale… y le dio.

No perdió el camino, pero sí perdió el tino, y el palo con el que estaba golpeando la piñata se le fue un poco chueco hasta que fue detenido por la cabeza del tío Pancho, quién ni con el porrazo recibido soltó el sombrero que tenía en la mano, ni el paliacate con el que se había limpiado el sudor de su calvita.

Minutos antes, como agua de montaña le había escurrido el sudor provocado por el calor del día, pero también por el encierro que sufre la piel con el sombrero. El tío Pancho era el burlón de la familia, el intenso ese que no aguanta perder en una discusión, el que siempre en una plática parece que compite por saber más, por tener más e incluso cuando él no ha vivido una experiencia similar a la de su interlocutor, se inventa amigos imaginarios que siempre son extraordinarios.

Por eso el tío Pancho no es el favorito en la familia, aunque si alguien lo tunde a palos cuando este se seca la pelona, seguramente genera las risas necesarias para creer que a todos les cae bien, pero les cae bien el hecho de que el sobrino hiperactivo haya desviado su camino y también el tino y le haya dejado roja la calvita que tanto cuida el tío Pancho, con la nostalgia del jardín que alguna vez tuvo; un pastizal largo y castaño.

Esa tarde el tío Pancho hizo un coraje que para qué les cuento, se puso rojo, bien rojo que hasta parecía que su cabeza se abriría dónde fue el palazo simulando el cráter de un volcán por el que en lugar de lava comenzaría a escurrir sangre, pero no fue así: del chipote, el coraje y la maldición que echó al aire, no pasó a más.

Sólo un momento tuvo descanso, la obra maestra del artesano, luego del palazo atizado al tío Pancho, volvió a ser golpeada, hasta desgarrarle su vestido de colores y  arrancarle sus conos de papel metálico para dejar caer los dulces que sobrevivieron a los palazos que le pusieron a la hermosa piñata que vio desde las alturas como la confundían ciegamente con la pelona del tío Pancho.

 

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