Concepción “La Cavernaria” vivía en el barrio de La Palma, donde se encuentra la calle de Observatorio y un angosto callejón llamado Manuel Doblado. En una de las grandes vecindades viejas había 50 viviendas y dos baños para todos. Diario, a todas horas, había gente formada, hombres, mujeres y niños, para hacer del uno y del dos.
Muchas veces había pleito.
– Órale don Tomás, ya córtele. Tiene horas que se metió.
– Déjeme hacer a gusto. Yo no hago como las gallinas.
– Ya, no haga corajes, Conchita, Mejor hay que llegar temprano o mandar apartar su lugar. Pero le traigo un chisme. Fíjese que ayer fui a las luchas y vi a su esposo que le estaba dando un abrazo muy apretado a “La Caballota”.
Doña Concha era una mujer de armas tomar. Hasta las ganas se le fueron. Todos en la vecindad le tenían miedo porque la mujer tenía fama de madreadora. Hasta que ese día se le apareció el diablo sin calzones, cuando fue a hacer un reclamo. Se salió de la fila, muy furiosa, con ganas de madrear a “La Caballota”, pero le salió el tiro por la culata. “La Caballota” tenía fama de putona y vivía en la vecindad, pero en la parte de arriba. Tocó muy fuerte la puerta, que salió “La Caballota” muy enojada.
– ¿Qué se le ofrece, pinche vieja escandalosa? ¡Parece que está dando de patadas a su chiquero!
– ¡Le vengo a hacer la primera llamada para que se aleje de mi marido! La segunda es para partirle la madre en cachitos, y la tercera es para que vaya a talonear con los diablos. Así que póngase al tiro.
– ¡Mire cómo tiemblo, pinche vieja chaparra! Váyase antes de que vuelen pedazos de mojón.
– ¿Ah, sí? Pus vamos a ponerle Jorge al niño. A mí no me amenace, y es mejor que saque su cuchillo para que lleve ventaja, porque yo con los puños tengo.
– Ja, ja, ja. No me haga reír. Déjeme lavar las manos. Yo siempre peleo a mano limpia.
Cuando menos lo esperaba “La Cavernaria”, “La Caballona” le aventó un campanazo, que si no se agacha le pasa lo que al perico. La cruzó y le metió un gancho al hígado, que la retachó en la pared. Su cabeza sonó hueco. Le torció el brazo, obligándola a que echara una maroma, cayendo de madrazo, que levantó el polvo. Cuando estaba en el suelo, “La Caballona” se le montó y le azotó varias veces la cabeza contra el suelo. Luego se paró y la jaló de las patas y la arrastró por toda la vecindad, y la fue a dejar a la puerta de su casa. De pilón, le dio una patada en la cholla.
– Para la próxima vez que me vaya a molestar, le juro que no me voy a tentar el corazón, y la voy a desmadrar.
“La Cavernaria” se levantó lentamente, toda apendejada, mirando para todos lados, agarrándose la cabeza para que no se le fuera a caer. Reaccionó cuando escuchó una voz:
– ¡Y si quiere más, me avisa! O venga entrenada para que me dé el kilo, vieja chaparra.
Todos los vecinos que estaban formados, se dieron cuenta que el león no es como lo pintan. Doña Concha, que era la raja madres, no le supo ni a melón a “La Caballota”, y todos la abuchearon. Agarrándose de la pared, y moviendo la cabeza en círculo, se metió a la casa de su comadre Pilar.
– ¡Qué madriza le dieron, comadrita! Se fue a meter a la casa del lobo. Esa pinche vieja es luchadora. Tiene poco que ganó el campeonato del Estado.
– ¿Por qué no me lo dijo?
– Porque usted nunca me lo preguntó. La semana pasada se aventó un round con Esperancita, la vieja del “Chicote”, y la madreó fácil. La azotó varias veces en el suelo, que le enderezó la joroba; luego le puso una quebradora, que hasta la fecha camina chueca. Esperancita casi no peleaba para que no se le vieran los calzones. Se bajaba el vestido. Había mucho viejo baboso. Y desde entonces la respeta. Cada que la ve se agacha, y la vieja le echa una trompetilla.
– ¡Pero déjemela, comadrita! Me cae que se la va a persignar conmigo, porque me voy a poner a entrenar. Desde hoy me pongo en forma.
– Llévesela con calma. La pinche vieja es ruda. También madreó a Irenita, y eso que está más mamada que usted.
– Ya me voy, comadrita. Pero si me aviento un trompo con esa vieja, será la invitada de honor.
– Que Dios la agarre confesada. Que le vaya bien, comadrita.
“La Cavernaria” estaba tan enojada, que no le hizo caso a las palabras de su comadre, y cuando llegó a su casa, se puso a entrenar, haciendo lagartijas y estirando y cerrando los brazos. Corría como loca, alrededor de su casa. Su viejo la encontró con las patas para arriba, haciendo bicicleta, y le dijo:
– ¿Qué te pasa, vieja? Lo que no hiciste de joven lo quieres hacer de ruca. ¿Estás loca? Dime la verdad para quitártelo a madrazos. Con esas mallas pegadas que traes pareces mariachi. Ya descansa. No te vaya a dar un paro de molleja.
– Estoy entrenando para darle en la madre a tu querida. De una madriza la voy a dejar pelona y chimuela.
– ¿A quién te refieres de mi querida?
– No te hagas pendejo. Me refiero a “La “Caballota”, que a puño limpio la voy a hacer que me pida perdón delante de las vecinas, que me abuchearon porque me ganó.
– ¡No mames! La señora es una dama. Si la saludo es porque me cae bien desde que ganó la lucha. Le di un abrazo de felicitación. Ya ves la gente cómo es de mal pensada. Dicen que me quiero subir a los caballitos, pero de verdad la estimo como una amiga.
– ¡Pronto me vas a felicitar a mí, cabrón! Me voy a aventar con ella una lucha a calzón quitado.
– ¡Ya déjate de payasadas! Ya te dije. ¿No te da vergüenza andar con esas mallas bien pegadas? Pareces mariachi de esos panzones. ¡Mírate al espejo! Tienes la ley del tordo: las piernas flacas y el culo gordo.
– Todos los que me critiquen, les voy a decir botellita de vinagre. En unos cuantos días voy a estar como charrasca de zapatero.
Diariamente veíamos a doña Concha “La Cavernaria” haciendo sentadillas y lagartijas. Subía el cerro y bajaba corriendo, y movía los brazos como si fuera a volar. No hacía de comer. Su viejo “El Gavilán” y sus hijos ya estaban hasta la madre de tanto comer huevos y frijoles. No entendía, por más que le llamaban la atención.
– ¡Deja los entrenamientos y dedícate a tus obligaciones del hogar! Tus hijos parecen calacas, de que no les das de comer. La señora es luchadora profesional. Ha luchado en la Arena México y en la Coliseo.
– En la coliseo es donde le voy a dar. No voy a descansar hasta que esté al cien por ciento de condición física. Nada más madreo a “La Caballota” y me dedico a lo mío. Ya tendrás tus tres alimentos diarios. Mientras debes de hacer un sacrificio junto con tus hijos. Deben aguantar vara, como dice Joaquín.
Un día, la señora Concha fue a ver a “El Charro”, un zapatero que en sus tiempos fue un magnífico luchador. Le había dado en la madre a todos los que luchaban en el Centro Social y Deportivo Pachuca. Había dejado la maroma por ponerse a chupar de puro sentimiento porque su vieja se fue y le dejó a sus 10 hijos.
– Lo vengo a ver, señor “Charro”, para que me enseñe todas las artes y marrullerías de la lucha libre. Quiero ser la mejor luchadora de Pachuca. Pero eso sí, no se vaya a mandar y me vaya a meter la mano donde no debe, porque ya tiene mucho tiempo de vivir solo.
– Bueno, señora, para poderle enseñar tengo que agarrarle todo. ¿Cómo le voy a enseñar a poner la rana, el cangrejo, la quebradora, el caballito, la tapatía, el nudo de Tarzán? A huevo tengo que agarrar y pararle las patas.
– ¡Está bien, pero que sea en buena onda! Por aprender soy capaz de todo. Sólo dígame cuándo comenzamos y adónde.
– Mañana temprano vamos a la arena. A ver si nos dan permiso de subirnos al ring.
– ¡Aquí mero, señor Charro! Nomás cerramos su changarro. Traigo unos costales para echar maromas.
– Ojala y no se entere su esposo, porque cuando anda pedo es re traicionero. No vaya a ser el pingo y me dé de puñaladas.
– No se preocupe. A ese güey ya lo traigo en la olla. Déjelo de mi cuenta.
– Siendo así, vamos a empezar dando maromas alrededor del cuarto, para que se acostumbre a rodar. Si le tuercen la mano, se echa una maroma y no le duele.
La señora Concha “La Cavernaria” daba de maromas como pinche chango, sin parar. Muy temprano, todos los días, iba a sus clases de lucha libre, y en poco tiempo sabía aventar patadas voladoras y el tope borrego, que se aventaba desde lo alto. Martes y domingos que había luchas, no se las perdía para aprender las mañas de los luchadores rudos, y en unas semanas estaba lista para enfrentar a cualquiera. En unos papeles escribió el día y la hora en que le iba a partir la madre a “La Caballota”, y los repartió en la vecindad y a todos los del barrio. Al final del papel decía: P.D. Esta lucha es a morir, no deje de llevar flores.
La cita era el lunes, y no había aplazamiento para la contienda. La noticia corrió de boca en boca, y los hombres no se iban a perder esa lucha para echarse un taco de ojo cuando las viejas pararan las patas.
Llegó el día y la hora. “La Cavernaria” entró a la casa de “La Caballota”.
– ¡Ahora sí! Vengo por la revancha. Vamos a ver de qué tigre salen más rayas, pinche vieja. La otra vez me agarró fría.
Sin darle tiempo, la agarró de las greñas y le puso un madrazo en el hocico, que se lo rompió. Con el codo le dio en una chichi. Doña Concha se tiró al suelo, le puso la pata en la barriga, y “La Caballota” salió volando por los aires. La levantó y la azotó al suelo. La volteo y le puso la llave del cangrejo. “La Caballota”, llena de sangre, descalabrada, movía las manos desesperada, en señal que se rendía; pero no la soltaba. Al contrario, le aplicaba más duro el castigo. La gente estaba tan emocionada, que nadie entraba a separarlas.
– ¡¡Me doy!!
– ¿Te das? ¡Madres!
Le puso la quebradora, la tumbó, le picó los ojos, la jaló de las greñas, le dio un tope contra la pared, y la aventó para abajo de los escalones, quedando noqueada. Las vecinas la cargaron en hombros y le hicieron una pachanga porque había vencido en una caída a la raja madres de la vecindad. Cuando lo supo su marido, furioso, le dio una bofetada.
– Te dije que no te metieras con la señora. Hoy le tocaba luchar, y como le pegaste, se va a suspender la función.
La señora Concha se sobó el cachete, y le dijo:
– Eso me vale madre. Y ahora, para que se te quite, va contigo, cabrón. Éntrale, antes de que te ponga en la madre.
Don Pancho se le puso en guardia. Cuando le llegó un faul, gritó muy fuerte, que espantó a los perros. Ella se le montó, le sonó la cabeza en el suelo, y lo dejó noqueado. Esperó a que volviera en sí, y le dijo:
– Ahora vas a hacer el quehacer de la casa, porque me voy a dedicar a la lucha libre. Y cada que me rebuznes, te voy a poner en la madre. Es más, voy ir a ver al señor Charro para que me consiga una gira al Japón. Y tú te quedas con tus hijos.