La pestilente huella del delito

RELATOS DE VIDA

-¿Qué fregados me comí, qué fregados me comí? – repetía Luisito, mientras se golpeaba constantemente la frente con el puño en afán de poder recordar cuáles fueron los alimentos que le pudieron haber ocasionado los cólicos que le aquejaban.
Por la mañana, el inquieto muchachito se había levantado sin incomodidad, había comido el cereal y salido de casa en calma, aunque en el ánimo de hacer de las suyas en el salón con alguna travesura que seguramente se le ocurriría en algún momento.
Parecía que el transcurso del día sería normal, pero después de receso comenzó a sentir retorcijones, que si bien al principio eran moderados al cabo de unos minutos se convirtieron en una verdadera molestia, y en el afán de que no ocurriera alguna tragedia vergonzosa, pidió permiso para retirarse y refugiarse en casa.
Tomó la mochila, se dirigió a la puerta del salón, siguió hasta cruzar el portón de la escuela, parecía que había pasado el primer obstáculo, pero a cada paso la dolencia incrementaba, semejando el trabajo de parto, con la diferencia que lo que podría salir era el residuo de los alimentos del día anterior.
Al cabo de dos cuadras, la caminata era más lenta, con pasos más pequeños y apretando hasta el más minúsculo hueso y músculo para que no saliera, lo que ya quería salir; apretó y apretó, y en cada vistazo hacia enfrente para visualizar su destino, éste se alargaba más y más.
Sabía que no iba a lograrlo, así que tomó un atajo, que representaba cruzar el jardín de Doña Candelaria, una señora de 60 años amante de la jardinería, con lo que el camino a su destino final se reduciría a una cuadra.
Puso toda su energía en este último intento, caminaba con pasitos sobre una alfombra de pasto color verde esmeralda que lo colmaba de tranquilidad; a lo que se sumó la variedad de flores que enmarcaban el acolchado herbaje.
Fue tanto el bienestar que le produjo el ambiente esperanzador, que al llegar al borde, donde se encontraban los rosales, tan amados por Doña Candelaria, subconscientemente dejó salir todo lo que estaba atorado y pedía a gritos salir.
Cuando se dio cuenta de lo que estaba pasando, ya no pudo detener el “chorro”, literal, dejó que fluyera, mientras pensaba la siguiente estrategia, no solo para llegar a su casa, sino para que nadie lo viera.
Una vez que todo salió, a la cuenta de 1, 2, 3… corrió sin parar, abrió la puerta de su casa, seguida de la del baño, giró la llave de agua de la regadera y se metió con todo y ropa, de esa manera mataba dos pájaros de un tiro, se bañaba y lavaba su ropa.
De repente escuchó que alguien llegaba, era su mamá que entraba preguntando – ¿quién se zurró? y lo peor, dejó la huella del delito, todo un camino de “diarrea” desde la casa de Doña Candelaria, y qué decir del olor.
Luisito respondió – Fui yo mamá, ya no alcancé a llegar, fue culpa de tus  tamales– por fin había recordado lo que había comido. – pues apúrate porque tienes que limpiar tu cochinero.
Después de media hora bajo la regadera, salió del baño cubierto con una toalla, se dirigió al cuarto, se cambió y salió listo para la limpieza, no sin antes ir a regar el pasto de la vecinita para que no se diera cuenta, pero fue demasiado tarde, al llegar observó a la mujer de 60 años buscando la explicación, del por qué su hermoso y bello jardín, tenía una enorme y pestilente mancha café. Luisito dio la vuelta y regresó a casa.
Al cabo de una semana, Doña Candelaria recibió un paquete a la puerta de su casa, un nuevo rosal para sustituir al afectado, con una tarjeta anónima que citaba: “Su jardín es un espacio de mucha tranquilidad y belleza, una disculpa por haber dejado mi huella”.

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