LA GENTE CUENTA
Después de veintitantos años, volví a mi casa de antaño, antes rebosante de vida y colores, y ahora envuelta de recuerdos y finas capas de polvo. Aún recuerdo cuando mis padres, ahora finados, compraron esta casa con la finalidad de que la familia entera viniéramos de vacaciones a descansar, dentro del rumor del bosque.
Tenía unos 15 años, más o menos, cuando papá nos dijo a mis hermanos y a mí, la noticia de que había conseguido una casa enorme con todos sus ahorros, y que estaba en medio del bosque, donde podíamos construir un jardín con todos los tipos de plantas. Y presas de la desesperación, obligamos a nuestros padres a llevarnos a conocerla.
Busco entre mis pertenencias las llaves para abrir el gran portón de hierro, oxidado por el mismo paso del tiempo. Al momento de abrir se oye un ruido estremecedor, que hasta las aves salen volando del susto. Cuando circulo por el pasillo hacia la puerta de madera, advierto que la vegetación ya reclamó su espacio, y que ahora la pared luce tapizada de plantas.
Abrir la segunda puerta no causó tanto ruido como allá afuera, pero al momento de entrar, un olor a tierra mojada, humedad y memorias llega a mi cabeza, mientras observo a mi alrededor el entorno: los muebles, tan antiguos como la casa misma, envueltos en sábanas que antes eran blancas, y que ahora lucen percudidas. La falta de luz solar le daba un aspecto más descuidado.
Salgo hacia el jardín que está en la parte trasera, esperando encontrarme un panorama desolador como en la entrada. Aún están presentes en mis recuerdos las veces que mamá y yo plantábamos algunas semillas con la esperanza de que, en algún momento, crecieran y ofrecieran sus frutos.
Pero en cuanto abro la puerta, rayos de sol iluminan la pequeña vereda, y haciendo juego con las luces, árboles frutales de diferentes tamaños y estilos envolvían lo que antes era un terreno plano. El aire susurraba mis oídos, desacomodando mi cabello, y parecía que mamá se acercaba a mí, diciéndome: “bienvenido de vuelta”.
