“EL CAMELLITO”

Juan, “El Trompudo”, estaba casado con María, de la pata fría. Lo ponían re duro, y ya tenían 14 hijos. Era un minero de la mina de San Juan, donde todos piden pan y no les dan. Un día de tantos, se salió de la cantina y corrió como loco, a la Clínica Minera, a conocer a su hijo número 15. Cuando llegó encontró a su señora, María, con los ojos llorosos, tristes y muy preocupada. “El Trompudo” no se aguantó las ganas, se acercó a la cama, y le dijo, muy contento:

–         A ver, vieja, enséñame al heredero. De seguro este chavo, aparte de que se va a parecer a mí, va a ser muy chingón.

–         Déjalo, está dormidito.

–         ¡Ah chinga! Pues todos los niños recién nacidos, nada más maman y se duermen. Déjame verlo.

La señora, con mucho cuidado, destapó al niño; al verlo “El Trompudo”, le dijo:

–         ¿Qué es esto? Parece una bola de carne. No tiene nada de niño.

La señora lloró y le dijo muy triste:

–         El niño nació jorobadito.

–         ¡Qué! No puede ser. ¿Por qué?

–         Por tus malditas borracheras. Desde que te conozco nunca te he visto en tu juicio. Este es un castigo de Dios.

–         Castigo de Dios, ni que nada. Heredó a tu madre, que está jorobada; pero ahorita que está fresco, hay que sumirle la joroba, o se lo llevo a un carpintero para que le dé unos garlopazos y se la rebaje.

La mujer, enojada, le gritó:

–         Sácate de aquí, infeliz. No te quiero ver nunca más en mi vida. Pídele a Dios que no te vuelva a encontrar porque te rajo cuanta madre tienes. Desgraciado, poco hombre. Te burlas de tu propia sangre.

–         A la que te voy a madrear es a ti, chingada madre. Tienes un chingo de hijos; con este iba a cerrar la fábrica y me sales que está jorobado. A tu jefa le va dar mucho gusto verlo porque así va a decir que al menos se parece a ella.

La señora, al no poder moverse, se agachó y le aventó el cómodo. “El Trompudo” se limpió la cara y le dijo:

–         Desde este mismo minuto rompemos nuestras relaciones. A ver si como roncas duermes. Ya me buscarás cuando no tengas para darle de comer a todos los hijos.

“El Trompudo” salió de la Clínica Minera echando madres en contra de su vieja, que le había dado un hijo jorobado. Fue tanta su vergüenza, que jamás regresó a su casa. La señora María se fue vivir con su mamá, llevándose a todos sus hijos. Al pasar el tiempo, Raúl “El Jorobadito” era señalado por el destino, separándolo por su defecto físico. Sus amigos del barrio jugaban con él; le habían puesto el apodo del “Camellito”. Era muy gracioso por su joroba, parecía un muchacho de primaria cuando va a la escuela con la mochila en la espalda. Eso preocupaba a su jefa, porque cuando creciera, la policía seguido le iba a hacer “Operación Mochila”.

Al pasar los años, “El Camellito” no creció. Se quedó chaparrito. Tenía 15 años y parecía un niño de 5. Sufrió tristeza cuando murió su mamá, pues para él se le cerró el mundo. Dicen que por las noches, nada más se le iba en puro llorar. Dicen que no comía porque no tenía qué. Toda su familia lo había abandonado. Comenzó a vagar de un lado a otro, soportando las burlas de que estaba jorobado.

Pero no todo era maldad. Algunas personas lo compadecían y comentaban que la verdad, no era jorobado, sino que nació con el corazón muy grande y se le salió por atrás. Tiraba basuras, hacía mandados para ganarse la comida; pero él buscaba una familia que lo quisiera, casarse y tener hijos que no fueran jorobados. En el barrio de La Palma había una muchacha que le gustaba mucho y era por ella, que aguantaba la vara, para no suicidarse. Le había dicho a un carpintero que cuánto le cobraba para que con un serrote le cortara la joroba. Un día se animó a echarle los perros a la chamaca, que lo recibió con cajas destempladas.

–         Cómo serás imbecil. Ninguna mujer se casaría contigo. ¿No te has visto en un espejo? Pareces camello.

Las palabras del amor de sus amores, que en sus sueños iba a ser la madre de todos sus camellitos, lo hizo que cayera en un estrés, por lo que quiso darse en la madre en ese momento. Pero recordó las palabras de su mamacita linda, que un día le dijo: “Cuando te hagan desprecios, jamás intentes quitarte la vida, porque al que se suicida el diablo lo tiene castigado por toda la eternidad, dentro de un tinaco lleno de de caca que le llega hasta el cuello, y cada 5 minutos pasa una cuchilla al ras. Así que sigue adelante. Algún día serás lo que quieres ser”.

Llorando, agachado, mirando al suelo, con sus pensamientos hechos cachitos, se metió a una cantina y por primera vez probó lo que es canela fina y armó la tremolina y le pusieron de madrazos. Se juntó con gente maleada, que lo enseñaron a chupar como recién nacido, y vaya que aprendió muy bien, porque aguantaba mucho. No se emborrachaba pronto porque lo que tomaba lo guardaba en su joroba para la cruda. Le valía madre la vida, y él mismo decía que la vida no vale nada. Salía de las cantinas dando un paso hacia atrás y otro para adelante. Su joroba le servía de contrapeso para no caer. No faltaba quien lo invitara a chupar porque ese vicio es muy socorrido. Pasó el tiempo y de frente parecía tabla porque siempre dormía boca abajo. Se iba a meter a una pulquería que en aquellos tiempos estaba enfrente del Panteón Municipal de Pachuca, que permanecía abierta las 24 horas, y se reunían personas con defectos físicos, así nadie se burlaba de nadie. La cantina se llamaba: “LOS QUE ESTAMOS AQUÍ SOMOS MÁS FELICES DE LOS QUE ESTÁN ENFRENTE”.

“El Camellito” recordaba con mucha tristeza su niñez, su adolescencia, y cuando estaba enamorado de aquella chamaca, que se llamaba Celia y que lo mandó a la goma por estar jorobado. Le dijo que lo de chaparro se lo pasaba, pero estaba reprobado por la joroba. Esos recuerdos tristes lo hacían chupar a madres. Se tomaba el pulque de jalón, y cuando estaba borracho le valía madre estar chaparro, estar jorobado, y se ponía a cantar con un guitarrista que era mudo.

En una ocasión entró “El Patachín”, así le decían porque estaba rengo, pues le fallaba una pata y seguido se caía. Como era medianoche y estaba borracho, se paró y los retó a todos:

–         Yo reto a cualquier cabrón que se sienta hombre, que me lo demuestre entrando al panteón a esta hora en que salen los muertos de sus tumbas. Me cae de madre que pago el pulque para todos los que estamos aquí; pero quiero conocer un valiente para que me sienta a gusto de no estar chupando con puñales. Si hay un cabrón huevudo, que dé una paso al frente.

Uno de los borrachos le dio un aventón al “Camellito”, quedando al frente de todos; le hicieron rueda y le aplaudieron. “El Patachín” lo abrazó y le dio un beso:

–         Ese es mi pinche chaparro, que no le tiene miedo ni al diablo, cuanto más a un muerto. Deja darte una abrazo por si no te vuelva a ver en esta vida.

“El Camellito” iba a protestar, a decirle que lo habían aventado, que sí le daba miedo entrar al panteón, pero sus amigos no le dejaron hablar, y gritaban en coro:

  – “Camellito”, “Camellito” ra, ra, ra.

Lo cargaron en hombros, admirándolo por su valentía, lo pusieron en la puerta, y le dijo el cantinero:

–         Adelante mi valiente. Son las doce de la noche en punto. Los muertos te esperan.

Desde la puerta, todos sus compañeros esperaban que se metiera al panteón. Temblándole las patas, tuvo que hacerlo. En cada paso le sudaba la cola. Casi lloraba de miedo. En esos momentos se soltó un fuerte viento que meneaba las puntas de los árboles; a lo lejos se escuchaban los ladridos de los perros, que lo hacían estremecer. Estaba al límite de su resistencia; sin embargo, trataba de sacar fuerzas de su joroba, que era la causante de meterse en broncas. Caminó con la cara al suelo, mirando únicamente dónde pisaba. Todo estaba oscuro, y se guiaba por la luz de la luna. Por momentos le daban ganas de regresarse, por el tremendo miedo que sentía, y más cuando escuchó aullar a un perro. Cuando iba a medio panteón, oyó una voz que lo hizo vibrar. Su corazón le latió a madres. Estaba a punto de dar el mulazo, y la escuchó más clara.

–       ¿Qué llevas ahí?

Quiso gritar, quiso correr; sin embargo, tuvo fuerzas para contestar:

–         Una joroba.

De momento, como si fuera magia, sintió que en la espalda no llevaba peso: su joroba había desaparecido. Lloró de alegría, y salió triunfante del panteón. Pensó que a lo mejor por su valentía, los muertos lo habían beneficiado. Regresó a la cantina. No estaba borracho. No tenía joroba. Y no dejaba de llorar de alegría. Subía su mano a su espalda para comprobar que era verdad.

Sus compañeros de cantina lo felicitaron y quedaron asombrados. Le dijo el cantinero al “Patachín”:

–         No seas pendejo, “Patachín”. Ve tú al panteón. Si al pinche camello le quitaron la joroba, a ti te van a enderezar tu pata.

Todos lo animaron, y “El Patachín” entró al panteón, aunque también tenía mucho miedo. Pero al pensar lo que le pasó al “Camellito”, sintió más confianza. Cuando pasó a medio panteón, escuchó la voz que lo hizo estremecer:

–         ¿Qué llevas ahí?

Se quedó petrificado. Y, con voz titubeante, le contestó:

–         Nada.

Se escuchó de nuevo la voz:

–         Entonces, llévate esta joroba.

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