Un Infierno Bonito

“EL BOTELLA”
Chucho, “El Botella”, cargaba una pena en el alma que no la mataba el licor.

Tenía unos meses que a su hermano el menor lo había matado el alcohol. Murió de alcoholismo. Apenas tenía 18 años. Para la familia era un crimen que no debería quedar impune. Se juntaron todos los hermanos y se pusieron de acuerdo en vengar la muerte de su carnal. Alcohol que vieran, se lo iban a tomar.
Chucho trabajaba en la mina de San  Juan, donde todos los mineros piden pan y no les dan, piden queso y se les atora en el pescuezo. Por eso toman pulque de a madre, para bajárselo. Llegan a su casa cayéndose y levantándose. Siempre están en la cantina, parece que su madre los parió ahí. Cada uno de los borrachos tienen su cantina preferida, donde saliendo del trabajo, se meten y no salen hasta que se acaban el melón.
Jesús se iba a El Reloj de Arena, que se encuentra en la calle de Ocampo, entre “El “Campeón” y “La Conchita”. El cantinero, “El Manzanas”, cuando eran las 9 de la noche se subía en un banco para tocarles retirada a todos los parroquianos. Ya era hora de cerrar, y ni un minuto permanecía abierta, por los inspectores de la presidencia municipal. Por eso tenía una campana que tocaba 5 minutos antes, para que se echaran la caminera.
‑          Compañeros, les agradezco su presencia aquí, pero ya es hora de hacer la meme. Como dijo la venada: cada quien a la chingada.
Todos salían en bola y se despedían en la calle, agarrando su rumbo, pues vivían en distintos barrios. “El Botella” vivía en El Arbolito, y veces salía ebrio y se subía por el callejón de Peñuñuri, recargado de la pared, y decía:
‑          ¡Ay Diosito! ¡Ay Diosito!
Se le acababa la pared y decía:
‑          ¡Ay mi hocico!
Entraba a la vecindad, y los perros no dejaban de ladrar. Tocaba muy fuerte la puerta. Su vieja, Juana, preguntaba:
‑          ¿Quién es?
‑          Tu padre.
‑          Mi padre no levanta la pata para mear. ¡Toca más quedito, cabrón, que no estás en tu chiquero!
‑          ¡No te pongas roñosa, pinche vieja, que vengo como agua para pelar pollos! Se me acabó la pared y me acabo de dar un hocicazo.
‑          ¡Quién te lo manda! ¡No sales de la cantina, parece que tu madre te parió allá! ¡Te habías de quedar con el cantinero! Y no venir a chingar a despertar a la gente pacífica. Y te voy a decir una cosa, Chucho, mírate en un espejo, y ya el hocico se te está haciendo como de oso hormiguero de tanto que tomas. Ya para tu carro. De tanto que tomas ya te creció la panza como la de tu hermana.
‑          ¡Cállate el hocico, vieja! El Hombre es libre como el viento. Y cada quien anda como se le da la gana. ¿A poco a ti no te han dicho que pareces chango de que no te peinas? Además la mujer debe siempre quedarse en el hogar, a esperar a su pareja para darle de comer. Esa es la ley de la vida. La mujer a la cocina y el hombre a la cantina.
‑          ¡Aja! Eso es lo que dices tú, cabrón; pero sírvete, aquí no tienes gatas, ni tampoco es restorán. Pinche borracho loco.

‑          ¡Ya vieja! No te chispes. Yo así te quiero como estás. Pareces marrana. Te ves muy bonita cuando te enojas. Cuelgas tu trompa como de marrano. Yo te quiero mucho. Déjame demostrártelo. Prende el radio y nos aventamos una rola.
‑          ¿Bailar? Si no soy oso.
La señora Juana, muy enojada, le dio un aventón, que el pobre “Botella” cayó de nalgas, parando la patas, y se dio un calaverazo en el suelo.
Se levantó con trabajos, sobándose la cabeza, y le dijo a su mujer:
‑          Tranquila vieja. No te vaya a pasar lo que a Rosita Álvarez, por despreciar a Hipólito, le rajó la madre.
‑          ¡Ya mejor vete a dormir, porque luego mañana no quieres ir y me mandas a pedir permiso a la mina! Tomas tanto que el hocico se te ve doble.
‑          ¡No te digo que me lo acabo de romper! ¡Chinga, no entiendes!
Juanito, “El Botella”, se dirigió a la cocina para buscar algo de comer, y con lo pedo que estaba, al querer poner la olla de los frijoles arriba de la estufa para calentarlos, la tiró. Eso hizo que a doña Juana se le pararan los pelos del espinazo.
‑          ¡Mira lo que hiciste, méndigo borracho! Ya le diste en la madre a la olla de los frijoles. Te vas a quedar sin tragar. Y de pilón me llevas entre las patas con todos mis hijos.
“El Botella” estaba recargado en la pared, abierto de patas para no caerse, y se disculpó con su señora:
‑          ¡Perdóname,  vieja. Se me resbaló! Me cae que fue un verdadero accidente. No tengo práctica para la cocina. Pero el sábado, cuando pasen los inditos, te voy a comprar otra olla.
La señora, enojada, le dio una orden como si fuera un superior del ejército:
‑          ¡Ve por el trapeador y una cubeta! Y limpias todo el atascadero que hiciste. Y ve pensando qué le vas a decir a tu jefa, porque ella me prestó la olla. Pinche vieja. Me la prestó con muchos trabajos, y me dijo que se la cuidara porque es la única que tiene. Ahora con qué mamada le voy a salir.
‑          De una vez te digo, que no voy a limpiar. Ahorita meto al perro y verás cómo se hace rápido. No le das de tragar. Y se los va a comer. ¡Saltan! Ven, quisi, quisi!
Al abrir la puerta, entró el perro, olió los frijoles y se salió. Eso encabronó a “El Botella”, que lo jaló de la cola, lo agarró de la cabeza y le embarró el hocico en los frijoles.
‑¡Que te los tragues! ¿No entiendes?
El perro se le zafó, aventándole un mordisco, y “El Botella”, con todas sus fuerzas, le aventó una patada. Pero, para su mala suerte, se la dio a su vieja, que brincaba de dolor.
‑          ¡Ayy! Güey. ¡Cómo serás pendejo!
Chucho, “El Botella”, sabía que se había metido en un lío. Y con palabras dulces, trató de remediar su pendejada:
‑          ¡Deja echarte salivita, vieja!
Le agarró la pierna para sobarle, y le decía:
‑          Sana, sana, colita de rana. Si no te alivias hoy será mañana.
Su vieja lo agarró agachado y lo aventó, que se fue de cuernos.
‑          Lárgate, infeliz. Ya me rompiste la espinilla. Pero en cuanto se me pase el dolor arreglamos cuentas. Todo es por la borrachera.
Muy decidido, “El Botella” salió con un garrote en la mano para madrear al perro, pero ya no lo encontró. Cuando entró vio a doña Juana que con un trapo se limpiaba la sangre que le escurría de su espinilla, y se quitaba los pellejos que le colgaban. Casi a punto de llorar, le quitó el garrote y se lo estrelló en su cholla, que lo descalabró, y le dijo:
‑          ¡Ya te conozco mosco, le aventaste la patada al perro con la intención de dármela a mí! Sabes que tus zapatos de minero tienen estoperoles y me iba a quebrar una pata.

“El Botella” le dijo, muy apurado, sacando los ojos, haciendo la señal de la cruz con sus dedos:
‑          ¡Verdad de Diosito lindo, que no quise hacerlo! En cambio bien que me rajaste la madre, que hasta la borrachera se me bajó. Vi un montón  de estrellitas y me duele mucho la cabeza. Siento que me voy a desmayar. Y no me quiere parar la sangre. Estoy todo colorado.
‑          ¡Perdóname viejo! Pero tú lo hiciste sin querer. Pues yo también lo hice sin querer. Estamos empatados. Pero eso no te va a salvar a que levantes los frijoles; hazlo antes de que te duermas, si no mañana te paro temprano.
Para no tener broncas con doña Juana, “El Botella” se puso a limpiar, pero protestaba:
‑          Con razón el perro no se los quiso tragar, si están agrios. ¡Huélele!
‑          Con una hervida se hubieran compuesto. El que va a pagar el pato vas hacer tú, porque mañana no te voy a poner tus tacos. Hay te acoplas con tus compañeros.
‑          ¡No es nada fácil, si no llevas comida a la mina no comes!
Pasaron los días, y doña Juana le dijo:
‑          Mira cómo tengo mi pierna de elefante. Parece que se me infectó o se me cerró la herida en falso.
‑          También no te la lavas. Todas las patas las tienes chorreadas. Parece que haces de la chis parada.
Un día le fueron a avisar a su casa que Jesús se vino abajo de una escalera de la mina, con todo y andamio, y se dio en toda la madre, pues se mató.
La señora Juana daba unos gritotes como La Llorona. Toda la noche se la pasó chille y chille, como niña chiquita. Se desmayó varias veces, cuando le estaban echando la tierra encima de su tumba, y no se quería salir del panteón. Su jefa la tuvo que sacar a madrazos. Pasaron las horas, los días, las semanas, los meses y los años. Ella lloró mucho, pues extrañaba a su viejo borracho. Y cada que comía frijoles se ponía a llorar. Y cada ocho días le llevaba al panteón una botella de caña; la destapaba y se la echaba en su tumba, diciéndole:
‑          Órale, viejo, por si los diablos no te invitan, chúpatela solo. Esa va por mi cuenta.
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

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