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Vidas separadas

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LA GENTE CUENTA

-Felipe. Hola, Felipe, ¿me escuchas?
    -¿Quién lo busca?
    -Soy yo. Edith. ¿Te acuerdas de mí?
    De pronto, el mecanismo de un reloj era lo único que sonaba en la atmósfera de su lúgubre habitación. Felipe, quien se encontraba recostado, dibujando círculos invisibles en su colchón, de pronto se levantó, como impulsado por una liga, al escuchar por el teléfono aquella voz familiar.
    -Edith… -murmuró, incrédulo.
    -¿Cómo estás?
    Aun agolpaban en su mente aquellos recuerdos: ella gritaba, vociferaba blasfemias, al mismo tiempo que recogía sus pertenencias, y como último acto, sentó aquel portazo en la cara de Felipe. Había pasado mucho de aquel día.
    -Bien. Muy bien –dudó por un instante en contestar.
    -¿En serio? –en ese instante, Edith se preparaba para un portazo emocional, como ella le había hecho a él-. Cuéntame, ¿qué has hecho?
    Felipe dudó de la sinceridad de Edith, así que decidió encararla.
    -¿Exactamente qué quieres?
    -Pues… no sé, me acordé de ti, quizás podríamos platicar un momento, salir un rato. ¿Recuerdas aquel café al que íbamos? Quizás podríamos considerar…
    -A ver si estoy entendiendo –interrumpió Felipe-, ¿quieres salir conmigo para hablar?
    La respuesta tan tajante de Felipe pareció mandar un mensaje implícito a ella.
    -Mira, sé muy bien cómo te sientes, y la verdad me siento muy culpable. No te culpo si tienes cierto resentimiento, pero quisiera enmendarlo todo.
    -¿Enmendar? Discúlpame, Edith, pero no hay nada que arreglar.
    La calma de Edith comenzaba a desmoronarse.
    -Te lo pido, Felipe, no seas injusto conmigo. En verdad estoy arrepentida. Tenías toda la razón: mi orgullo acabó por destruirme a mí misma.
    -Qué mal, pero ese no es asunto mío. No tengo la obligación de cargar con tus culpas.
    -Felipe, por favor, perdóname –Edith comienza a sollozar en el auricular-, estoy sola, no tengo a nadie, ni a ningún amigo cerca. Eres lo más cercano a un amigo…
    Esta vez, Felipe no soportó la presión.
    -Eso tú lo decidiste, así que asume las consecuencias. Además, no tienes derecho a preguntarme cÓmo me siento.
    Y como un acto de dignidad, colgó aquel aparato. Volvió a recostarse, esta vez, boca arriba. En el aire sólo quedó esa sensación de vacío, y el mecanismo del reloj, siguiendo su marcha.