EL POLICÍA
Hasta el fondo de la vecindad que estaba a punto de derrumbarse, en el callejón de Manuel Doblado, en el barrio de La Palma, vivía Samuel Ortega Morales, un policía alto, flaco, descolorido, con ojos de tecolote por las desveladas.
Era muy celoso de su deber. Un día se quería llevar a su jefa al bote por cometer una falta leve. La perdonó pero le leyó los reglamentos de Policía y Buen Gobierno. Este policía era muy chingón. Andaba siempre con la macana en la mano, por si algún delincuente le quisiera meter un susto.
En la cintura cargaba su pistola escuadra .45. Andaba con su uniforme impecable, sus escudos muy brillosos, sus zapatos muy bien boleados, sus pantalones completamente planchados. Caminaba derechito, como soldado, con mucho garbo, como un verdadero guardián de la ley y el orden, no como los policías de ahora, que caminan como si les pesaran las pinches patas, andan jorobados, de mal humor, parece que sus viejas los manda a trabajar a huevo. Sus uniformes están arrugados, como si se durmieran con ellos.
Samuel ganaba una madre. Con lo que le pagaban no le alcanzaba para comer, pero sus sufrimientos eran por la honradez. Sólo una vez en su vida recibió una mordida, pero fue de un perro que por poco le arranca una nalga. Pero en este en este tiempo no hay un policía que sea honrado. A Samuel le gustó la carrera de las armas. Desde chiquito le pedía a los reyes una pistola de chinampinas. Y todos los días andaba chingue y chingue, hasta que los vecinos se la escondieron. Era calmado y muy tranquilo. Le valía madre que seguido los vagos del barrio de El Arbolito lo bajaban a pedradas.
Estuvo alejado un tiempo del servicio porque en una ocasión hubo una pelea entre los del barrio de El Atorón y los de La Palma. Se metió en medio a mater paz, y le dieron una madriza. Quiso sacar la pistola y se la metieron, ya no le dio tiempo de disparar. Su señora se llamaba Lucha, y le hacía honor a su nombre, pues era muy luchona. Hacía milagros para que le alcanzara el gasto, repelando a los cabrones verduleros de los mercados, que son bien ratas y pesan menos de lo que cobran. Samuel, a pesar de las desveladas y caminar toda la noche por los barrios altos, era buen gallo: tenía 12 hijos, y su vieja estaba cargada.
En la vecindad lo respetaban mucho, porque sabían que no le tenía miedo ni al diablo. Cuando tenía tiempo, se iba a meter con su compadre “El Chirimoya”. Fueron amigos desde niños. Se tomaba unas copas y cuando iban a dar las 7 de la noche, se bajaba hecho la chingada a la comandancia para pasar lista y para ver qué crucero le tocaba. Toda la noche andaba con su compañero como calzón de mujer mala, para arriba y para abajo. A su vieja la tenía muy bien educada, pues cuando llegaba a las siete de la mañana, le tenía su cafecito de olla, un plato grande de frijoles. Con el hambre que tenía, en un ratito les daba en la madre, y pedía más, pero la señora, mirándolo muy triste, le decía que ya no había. Se fumaba un cigarro y platicaba con su mujer. Ella se emocionaba con sus aventuras.
• ¿Como te fue en tu trabajo?
• De la chingada. Me mandaron como pareja a un güey que ni hablaba. Eran como las 12 de la noche, allá por la calle de Ocampo, por el barrio de la Cuesta China, bajaron como 8 cabrones corriendo, mirando para todos lados. Uno de ellos cargaba un portafolios. A mí se me hicieron muy sospechosos. Le dije a mi compañero que se fuera por la calle de Matamoros y los agarrábamos en el Jardín de los Niños Héroes. Que me dice: “Ni madres, que tal si andan armados y me sacan un cuerno de chivo y me dan en la madre”. Que me encabrono, y que le digo: “Tú eres policía y debes enfrentarte a los delincuentes. Tu deber es primero. Que me contesta: “A poco crees que por lo que me pagan a la quincena, me voy aventar a lo pendejo. Los pinches jefes, echadotes con sus viejas, esperando que les llamen cuando hay un policía muerto. Si quieres ve tú, aquí te espero”. Por estar de alegando por poco y se pelan. Que corro atrás de ellos.
• ¡Ay viejo! Qué tal si te dan en la madre. Te arriesgas mucho. En lugar de darte un chaleco antibalas, te habían de dar un abrigo.
• Es mi deber. Que me escondo en el marco de una puerta, y que pasa por ahí el primero. Que le pongo un soplamocos con mi pistola en la mera choya, que cayó con las pinches patas para arriba. Que corto cartucho y que les digo a los otros cabrones: “Alto. Levanten las manos y cuidadito con pasarse de listos, porque me los echo al plato. Tienen derecho a permanecer callados, y botellita de vinagre, todo lo que me digan será para su madre. Uno de ellos echó mano a la cintura, quiso sacar la pistola, pero me di cuenta y ¡bolas!, que le disparo. Por poco le vuelo la mano. Y que se entregan. Sin soltar la pistola, les di de patadas, y a madrazos que me los llevo al bote.
• Qué valiente eres, viejo. Por eso te quiero mucho. Luego cuando les cuento a las vecinas lo que me dices, a algunas les da risa y otras me echan una trompetilla. Ya he madreado a dos que tres.
• Hay nomás para el gasto, vieja. Ya me voy a dormir porque en la noche tengo que andar buzo caperuzo para que no haya ningún ratero en Pachuca.
• Habías de pedir un aumento de sueldo, porque con lo que ganas no alcanza para pagar la renta, la luz y el agua, aunque no nos cae, pero la cobran. También ya los muchachos no tienen zapatos, andan haciendo tierra, y no se diga de las niñas, que traen sus calzoncitos agujereados.
• Ay sí está lo cabrón lo que me pides, vieja. Como pertenecemos a Gobierno del Estado, hay tanto cabrón barbero, si lo pido el pinche jefe me arresta un mes y me acusa por agitador. El aumento es de comandantes para arriba. Luego me da tristeza, me cae que no es justo. Las pinches viejas de los jefes andan bien vestidas, de tacón alto, con bolsa de mano, y encopetadas, y de pilón tienen coche. Y los policías que nos rajamos la madre y nos jugamos en cuero con los rateros y delincuentes, vándalos cabrones, tenemos a nuestras viejas con huaraches, están secas de no comer y algunas andan como pata de perro. Pero que se le hace. Aquí nos tocó vivir.
Pasaron los meses, y Samuel seguía con su trayectoria de buen policía. Pero en una ocasión le mandaron a un sargento que se le veían las uñas largas, y comenzó a decirle que tenía varias viejas, en casas grandes y chicas. Samuel pensó que lo estaba vacilando, y le preguntó:
• ¿Cómo le hace mi sargento, para mantenerlas? Yo con la mía apenas puedo. Pobrecita de mi vieja, está muy flaca de lo mal que come. Para que no la estén chingando con tanta preguntas, les dice que es anorexia.
• Cuestión de honor, compañero. La ciudadanía nos da lo que los jefes se clavan. Te voy a enseñar cómo se trabaja, pero ponte muy abusado y no lo andes pregonando, porque nos comen el mandado.
Se fueron por la calle de Gómez Farías, serían como las 2 de la mañana, cuando iban bajando tres jóvenes. El sargento, de nombre Jacinto, les marcó el alto con pistola en mano:
• Párense y pónganse contra la pared, cabrones. Si alguno de ustedes hace un movimiento, se va directo al otro mundo.
• ¿Por qué nos detiene oficial? Vamos a trabajar a la Ciudad de México, y no hemos hecho nada malo.
• Cállense el hocico, no me rezongue porque se lo rompo de un cachazo a media madre. Somos agentes federales disfrazados de policías mendigos, y estamos haciendo un operativo secreto de despistolización, narcomenudeo, contrabando de coca y tratantes de blancas. ¡Escúlcalos compañero!
Samuel los pasó a la báscula, de la cintura a los pies, y le dijo:
• No traen nada de armas.
• Escúlcalos bien, porque luego estos las esconden debajo de los calzones. A ver, déjame comprobar, porque estos cabrones son mañosos.
El sargento les metió la mano en las bolsas y les sacó la cartera a los tres. Juntó los billetes y encabronado, les dio de cachetadas, y les dijo:
• Con que dinero para comprar armas. Órale, jálenle. Los vamos a tener meter a la bartolina incomunicados, por lo menos un mes, hasta que canten qué tipo de armas iban a comprar, y dónde consiguen la droga.
Furioso, se les fue encima dándoles de macanazos en el lomo y patadas en la cola. Los llevaron unas cuadras, y les indicó:
• Los voy a dejar ir, para que vean que los policías tenemos corazón y no queremos que les den una calentadita los ministeriales, y los tengan a pan y agua; pero el dinero se los decomiso. A lo mejor ustedes son los que lavan el dinero. ¡Sáquense de aquí, delincuentes!
Los jóvenes, con miedo, se echaron a correr. El sargento le espetó a Samuel:
• ¡Ves cómo se saca lo del mes en un rato! Te voy a dar mil pesos. A mí se me queda lo doble, porque si se van a quejar al Ministerio Público, tengo que mocharme con ellos.
Samuel, con el dinero en la mano, se olvidó de sus principios de buen policía. Así pasaron los días, y diario le caía una buena lana. Sus hijos estaban bien comidos, su vieja tiró el morral y usaba bolsa, y se cambiaron para una colonia dejando el barrio pobre. Sus compañeros le enseñaron varios trucos para robar. Le salían a la perfección. Un día iba subiendo un señor trajeado por La Surtidora. Samuel se fue atrás de él, sacó una botella de agua y la iba regando, y más adelante lo detuvo.
• Me va a tener que acompañar.
• ¿Por qué motivo?
• Usted se viene orinando en la vía pública.
• ¡Yo!
• ¡Sí, vea! Éntrele con una lana o me lo llevo.
Y así, chingando a la gente, Samuel vivió bien, como rico. Se dio cuenta que ser honrado únicamente lo estaba llevando a la pobreza extrema.
gatoseco98ayahoo.com.mx