“EL ÁGUILA NEGRA”

 

Los barrios altos rodean los cerros y, gracias a ello, sus pobladores tenían la ventaja de que la mina donde trabajaban estaba cerca de su casa. En una comunidad del municipio de Tlanalapa llegó a vivir un naco que era muy chismoso, quien se llamaba Samuel.

Vino a buscar fortuna y se trajo a su vieja greñuda, llamada Crecencia Ramírez, quien  usaba un vestido que le llegaba al suelo. No sabían si usaba huaraches o andaba de pata de perro. Por su modo de hablar le pusieron “La Chencha”.

Samuel se metió a trabajar en la mina de San Juan Pachuca, donde a todos les platicaba que era un charro de los buenos para las manganas; las hacía arriba de un caballo.

Para el coleadero era el primero, y no se diga de su valor para hacer el paso de la muerte. Por sus pláticas, se burlaban de él, y le pusieron como apodo “El Águila Negra”. A él  le gustaba que le hablaran de la charrería porque decía que la cuna estaba en Apan. Pasó el tiempo y no dejaba de hablar lo mismo, y cada que llegaba a la mina se ponía a cantar.

“He venido de muy lejos y ahoritita voy llegando y traigo dentro del pecho muchas ganas de gritar y brindar con mis amigos, a salud de las mujeres, a quien tanto adoramos y que siempre pagan mal, aquí esté El Águila Negra para lo que ustedes gusten mandar, amigo soy de los hombres y de las hembras, pos ya ni hablar”.

“El Águila Negra” era un soñador. Le gustaban de a madre la charrería, las peleas de gallos y las carreras de caballos. Era todo un tipazo hablando de esos detalles. “El Águila” era un naco grandote, fornido, de esos indios que son bajados del cerro a tamborazos. Usaba un sombrero grandote como de mariachi, color negro. Vivía en el barrio El Arbolito, junto a una carbonería, y como siempre cernían el carbón, su vieja y sus chavos estaban negros como pinacates. Un día entró a la cantina “El Relámpago”  y ahí encontró a Enrique “El Lechero”. Se aventaron unos pulques y salió una plática. Éste ofreció venderle el burro:

  • Me cae de madre, “Águila”, el burro que te vendo te va a quedar a la medida, es grande de zancada y tú, cuando lo montes, no vas a arrastrar las patas. Eso te sirve de que vas a ir agarrando callo, cuando compres un caballo vas a ser un buen jinete.
  • ¿En cuánto me lo vas a dar?
  • Casi regalado, dame mil pesos. Hace un rato, un leñador me daba mil quinientos, pero lo mandé a la chingada porque mi burro no nació para que lo carguen de leña, sino para que lo monten. Además, no quiero deshacerme de él porque me recuerda mucho a mi vieja. Desde que me dejó la extraño mucho y andando con mi burro, hago de cuenta que platico con ella.
  • ¿Me dejas montarlo?
  • Caray, hermano, eso ni se pregunta. Quiero verte a ver lo bueno que eres para jinetear a un animal.

“El Águila” se subió al burro de un salto como lo hacen los vaqueros del oeste, le metió la patas en las ancas. El animal respingó y lo mando por los aires, cayendo al suelo de cabeza, que el sombrero se le metió hasta las orejas. Todos los presentes rieron. “El Águila” se sacó el sombrero, se sacudió la tierra y se volvió a subir. Y le decía, pegándole por el pescuezo:

  • ¡Quieto burrito! ¿Cómo se llama el burro?
  • “El Palomo”. Eres un chingón, ya lo domaste. Bájate para que hagamos el trato.

Se metieron a la cantina. “El Lechero” dejó amarrado al jumento en un poste. Pidió unas cubas, y le dijo al “Águila”:

  • Tú dirás.
  • Te lo voy a pagar de una vez. Ten, cuenta el dinero.
  • No hace falta, en los negocios que se hacen derecho no debe haber desconfianza. El burro es muy económico, se como todo lo que encuentra en la calle. Déjame bajarle los botes de leche, y es tuyo.

Se aventaron una cruzada, se dieron un estrechón de manos, un abrazo y Enrique se despidió. “El Águila” estaba feliz por la compra que había hecho. A todos les invito una tanda de lo que estaba tomando. No dejaba de platicar cómo iba a ser el futuro del burro. Cuando entró su compadre “El Cabezón”, y le dijo:

  • ¿De quién es ese pinche burro que está allá afuera? Se lo quiere llevar la policía.
  • No la chingues, compadrito, es mío.

“El Águila” salió a ver qué pez con los uniformados, que tomaban nota y preguntaban quién era el dueño. Se les acercó y les dijo:

  • Buenos días, señores, si les gusta el burrito, déjenme decirles que no está en venta, lo acabo de comprar.
  • No lo vamos a llevar al consejo, está estorbando en la calle, y mire cuánto cagajón ha dejado.
  • Son sus necesidades, jefe. Les voy a dar para el refresco y hay muere la cosa.
  • Está bien, pero lléveselo. Si regresamos y lo volvemos a encontrar mandamos a que vengan por él.
  • No se preocupen, ya nada más me tomo la caminera y me voy.

“El Águila” vio que los azules se fueron; les echó la bendición y se metió a la cantina. Le preguntó el cantinero:

  • ¿Qué pasó?
  • Eran unos gendarmes que se querían llevar a tu hermano, pero con una lana, toda está bajo control.

Pasaron las horas, y “El Águila” no dejaba de chupar, hasta que lo echaron fuera. Como estaba súper borracho, con muchos trabajos desató a su jumento, se montó en él, pero el burro se quedó parado, se negaba a caminar. Como llevaba una vara le picó la cola. El borrico corrió y no paró hasta que llegó a la casa de Enrique, que vivía en el barrio de “La Palma”. Se enojó y lo agarró a patadas, lo jaló con el lazo hasta llegar a su casa. Al subir el callejón los perros ladraban al escuchar las pisadas del animal. Al entrar a la vecindad el perro de doña Juana, que era muy bravo, le dio una mordida al burro, que comenzó a rebuznar y a tirar de patadas hacia atrás. El jumento dio media vuelta y salió destapado, llevándose arrastrando al “Águila”, que quedó raspado y con las nalgas de fuera. Se le había roto el pantalón con todo y calzón. Quedó tirado a media calle. Se repuso y fue a sacar al burro de la casa de Enrique, y furioso, lo agarró a patadas:

  • Ya me sacaste de onda, pinche burro; te voy a madrear para que me vayas conociendo y obedezcas mis órdenes.

Nuevamente lo llevó a su casa. Entró a la vecindad haciendo un ruido de todos los diablos. Los perros se le aventaban al burro, y “El Águila” no se daba abasto en aventarles de piedras. A huevo trataba de meterlo a su vivienda, empujándolo por la angosta puerta. Hacía mucha fuerza y le gritó a su vieja para que lo ayudara:

  • ¡Chencha! ¡Chencha!

La señora prendió la luz. Al ver al animal se sorprendió y le dijo:

  • Y este pinche burro, ¿qué?
  • Lo compré, vieja, para hacer prácticas de charro; pero le vamos a sacar provecho: lo ocuparemos para acarrear el agua, para que lo monten los muchachos, y cuando haya feria, ya no pagamos en los caballitos. Cuando tú quieras puedes ir al mandado montada en el burro. Yo te voy a enseñar para que seas una buena amazona. Me lo vendió Enrique el lechero.
  • ¿En cuánto te lo dio?
  • En mil pesos: fue una ganga.
  • Te vio la cara de pendejo. Hoy por la mañana estuve platicando con su vieja y me contó que el burro tenía 20 años, y lo iban a vender a un circo para darle de comer a los leones, que, de perdida, se conformaban con 50 pesos.

“El Águila”, muy triste, miraba a su burro, sin dejar de escuchar las palabras de su vieja que le encontraba miles de detalles.

  • Pinche burro, está chimuelo, nada más tiene dos muelas, ya no rebuzna, en las patas no tiene herraduras. Le voy a quitar el costal para que veas cómo está del lomo. ¡Híjole! En la madre, tiene un chingo de patadas. ¿Cómo se las vas a curar? Las heridas parecen mapas, y, ay, cabrón, tiene un chingo de garrapatas.

“El Águila” no hablaba, hacía pucheros, y su vieja parecía guacamaya que no dejaba de hablar.

  • Esos mil pesos que gastaste en esta porquería me los hubieras dado para comer o comprarnos calzones, que andamos a raíz. Con ese dinero le hubiéramos pagado al pinche viejo de don Molina, que está como cuchillito de palo, no corta pero bien que chinga. Cada rato viene a que le paguemos la renta. Ya me amenazó, que si no le damos algo nos va a echar a la calle. Y tú, cabrón, todavía te das el lujo de comprar un burro que está a punto de morirse porque ya rindió en esta vida.
  • Ya cállate, vieja chismosa, no le tengas mala fe al burrito. Míralo cómo te ve, se queda viendo muy triste porque lo estás cagando.
  • Me da coraje porque sueñas que algún día vas a ser charro. Es mejor que te metas a un sindicato y no compres chingaderas. María me afirmó que en un rancho, cualquiera de los que hay aquí cerca, encuentras un burro joven en 200 pesos. ¡Hay, San Pendejo! ¿Cómo te fue a enredar ese cabrón? Mejor en lugar de traerlo aquí, lo hubieras llevado a la casa de tu pinche madre, a ella sí le gustan los animales, te tiene a ti, a tus hermanos que se parecen al burro. No entiendo, me cay, que hayas comprado un burro de la tercera edad.

“El Águila” se levantó muy enojado, y le dio un aventón a su vieja, que la mandó de nalgas:

  • A ti qué te importa. Hasta lo que no tragas te hace daño. El trato fue de bigote a bigote. Ya si perdí, ni modo. Tú bien sabes que me encantan los animales cuadrúpedos. Ya me tienes hasta la madre y si no te callas el hocico, te voy a dejar como está mi burrito  chimuelo. Y si no te parece lo que te digo, vete a la casa de tu jefa y le dices que te corrí porque lleve un burro más abusado que tú. Este animal se queda porque se queda.

La señora vio tan enojado a su marido, que ya no le dijo nada. Muy seriecita, se fue a dormir; y escuchaba a su viejo borracho que le ofrecía disculpas al jumento. Al día siguiente la señora, al levantarse temprano, le dijo al “Águila”:

  • ¡Viejo, viejo! El burro está muerto.
  • En la madre, ahora cómo lo sacamos de la casa.

“El Águila” fue a buscar a sus amigos para que le echaran la mano y lo sacaran de su casa. Lo bajaron al barrio, y tuvo que alquilar una camioneta de mudanzas porque el camión de la basura no se lo quiso llevar. “El Águila” se quedó con las ganas de ser charro; pero demostró que es bueno para montar, pues tiene un montón de hijos. Ya no le interesan los animales.

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