Tlahuelilpan, las lecciones pendientes

OPINIÓN

    •    La tragedia hidalguense marca un antes y un después en los planes de atención al robo de hidrocarburos, pero también hacia los planes para conformar una Guardia Nacional

En Tlahuelilpan, la actitud de 25 militares presentes en el lugar de la tragedia fue casi tan sensata como inútil. Además del alcalde de esa comunidad hidalguense, otros 93 ediles de comunidades pobres y oficialmente identificadas con intensa actividad en el robo de combustibles podrían suscribir lo mismo: quienes le hacen el juego a los delincuentes “son personas arrastradas por la necesidad”.
¿Qué tan discrecional y tenue es la frontera entre el pueblo bueno arrastrado por la fiesta de la codicia y la negra realidad de la complicidad de numerosos individuos en un delito grave? ¿Dónde se moverá el Ministerio Público Federal —delante, detrás o junto a la Guardia Nacional— en ese pasillo que va del consentimiento pasivo ante el delito a la participación activa y al dolo criminal?
La tragedia hidalguense marca un antes y un después en los planes de atención al robo de hidrocarburos, pero también hacia los planes para conformar una Guardia Nacional como solución a los malos resultados de las policías. ¿Tendrá la Fiscalía General de la República el liderazgo de una investigación contra huachicoleros?
No hay aún un proyecto definitivo de la Guardia Nacional, pero todo parece indicar que cualquiera que resulte será el fin de la policía como la conocemos, bajo la lógica en boga de que para construir algo hay que destruir lo anterior.
La policía como institución siempre padeció la escasez de recursos, de un marco jurídico que diera a sus integrantes arraigo, permanencia, crecimiento, maduración, respeto social. Sin embargo, su concepto eje y su identidad es el la protección ciudadana, la prevención del delito, la investigación y persecución de delincuentes, el auxilio en la procuración e impartición de la justicia. Organizada conforme al proyecto constitucional con tres órdenes de gobierno, se convirtió en la primera fotografía del Estado Mexicano. La policía fue siempre el primer punto de contacto entre la autoridad y las familias y la ciudadanía.
Será ingenuo borrar de un plumazo en los nuevos planes a todo un cuerpo policial profesional, único entrenado y especializado en la contención de muchedumbres, por razones del peso simbólico que tiene en la memoria de 1968 el nombre de “los granaderos”.
Lo que vimos el viernes —loable en términos de evitar desde la desventaja numérica y táctica un choque con una muchedumbre enardecida— es una derrota desde cualquier otro punto de vista. No es la fuerza armada de soldados y marinos la instancia de negociación social capaz de disuadir a la gente que roba en masa, hacen falta policías de proximidad, municipales y estatales no amafiados ni al servicio de las bandas, conocedoras del entorno y del quién es quién dentro de cada población o comunidad. De ahí la formidable necesidad de no relegar al olvido a las policías, sino de acercarlas —a ver si ahora sí— con mandos profesionales no fácilmente corruptibles.
La propuesta de una Guardia Nacional no acaba de despejar las dudas sobre su organización y funcionamiento. Pensamos por lo que ha trascendido que es una institución esencialmente militar que deberá transitar a lo civil. Aún es tiempo para fortalecer a la policía en el ámbito municipal.
Cuando Antonio López de Santa Anna salía al frente de su ejército para combatir a un levantisco Juan Álvarez en Guerrero, éste se adentraba en la sierra, donde sólo él sabía sus vericuetos. Ganar y dominar un espacio o territorio no conocido por los encargados de brindar seguridad, es casi siempre un fracaso seguro. Una fuerza policial o militar (como lo previó la sabia Constitución, más sabia que el pueblo bueno) debería ser siempre consecuencia del Pacto Federal y encontrar sus definiciones en los tres niveles de gobierno.
Hoy es imposible considerar que el gobierno será capaz de devolver la paz y la tranquilidad a los mexicanos sin la intervención de las fuerzas armadas. El punto radica en cómo deben y pueden intervenir las fuerzas armadas para evitar lo que los rebasó en Tlahuelilpan.
Lo del mando civil y el mando militar es una verdadera vacilada. Si las fuerzas armadas están sometidas plenamente a la Constitución como lo están en diseño las policías, obligadas a respetar los derechos humanos y las garantías individuales, deberá reconocerse también el poder constitucional de los jueces ordinarios y de los fiscales como autoridades ante los integrantes de la Guardia Nacional. Tanto el fiscal como el juez de control decidirán a quién llevar a proceso y los jueces juzgarán, en su caso, su presunta responsabilidad.
Si integrantes de la Guardia Nacional incurren en excesos no puede existir para ellos fuero especial, ese es el verdadero reto. La manera de dirigir la Guardia Nacional debe asumir absoluta y totalmente que esté sujeta a la justicia civil y ordinaria. Por eso creo que el nuevo sistema de justicia garantista y transparente debería exigir también una institucionalidad tal que permita realizar las funciones de policía en forma clara. Sólo así ganará el ciudadano. Cualquier otra cosa será un retroceso.

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