La transformación moral

Conciencia Ciudadana
    •    ¿Por qué entonces un cambio tan sorprendente y repentino en las preferencias electorales de la mayoría de los votantes, llevaron a la presidencia de la república a un personaje mediáticamente tan controvertido como Andrés Manuel, derrotado (“haiga sido como haiga sido” según el decir de Felipe Calderón) en 2006 y 2012?


A diferencia de la mayoría de las sociedades del primer mundo y de Latinoamérica, en México no pudo prosperar el discurso del miedo al cambio y el odio a la democracia popular, calificada como “populismo” por sus adversarios neoliberales para quienes los procesos electorales consistirían solamente en un cambio de color en la estafeta en el poder, mimetizados como están todos sus partidos.
   Pero ¿cómo fue que sucedió eso? La sociología y la ciencia política dan toda clase de explicaciones para relacionar los logros y los fracasos de un gobierno con la intención de los votantes.  Esta relación es lógicamente aceptable, pero no suficiente para explicar el triunfo arrollador de AMLO en 2018; en la medida en que en la mayoría de las elecciones llevadas a cabo un año antes, los votantes decidieron, mayoritariamente, dar su apoyo a los políticos tradicionales, especialmente de la derecha, gracias a lo que el PAN se hizo de 14 gubernaturas a costa del PRI.  
¿Por qué entonces un cambio tan sorprendente y repentino en las preferencias electorales de la mayoría de los votantes, llevaron a la presidencia de la república a un personaje mediáticamente tan controvertido como Andrés Manuel, derrotado (“haiga sido como haiga sido” según el decir de Felipe Calderón) en 2006 y 2012? Algo sucedió –además de las causas objetivas- en la mentalidad de la ciudadanía que la llevó a optar por la alternativa calificada como la más peligrosa para el país por los malquerientes del candidato triunfante. Hay pues, que estar abiertos a nuevas interpretaciones que expliquen con mayor profundidad la enorme decisión política tomada por la mayoría de los votantes mexicanos el pasado primero de julio.
 Cuando hablamos de este género de acciones, no podemos dejar de referirnos a los ciclos históricos, que van modificando la manera de pensar y decidir tanto individual como colectivamente, cuyo desarrollo es guiado por un núcleo de significado formado por las creencias y convicciones que dan unidad de sentido y acción a las vidas personales y las interrelaciones entre sus integrantes.  
En estos cambios de paradigma entre una y otra época histórica podemos distinguir distintos momentos: el primero sería el de su inicio, presentándose como la solución a los problemas que no han sido resueltos en el pasado y que, una vez vencidas las resistencias, termina por ser aceptado por la mayoría de la sociedad. Sin embargo, tras un largo periodo de vigencia y progreso, sus propios principios entran en conflicto provocando una decadencia creciente. Llega entonces la crítica y, finalmente, la negación de las fórmulas con las que el grupo dirigente intenta seguir solucionando los problemas a lo largo del período en que dominaron a la sociedad la que, sin embargo, ya no cede a sus estrategias de persuasión, porque en ella se ha ido incubando una nueva necesidad de comprender y valorar la realidad.
No son, pues, las frías decisiones racionales de costo/beneficio individual de los votantes las que explican por qué una mayoría social decide cambiar el rumbo político; sino la voluntad de cambio de sus integrantes, que han dejado de creer en el esquema vigente, aún cuando no tengan claro hacia donde desean dirigir su futuro personal, el de sus familias y sus comunidades.
Sin embargo, entre lo conocido y el cambio, se atraviesa la incertidumbre, pues si el miedo a perder lo que se tiene es mayor a la decisión de ganar lo que no se sabe con exactitud, entonces sobreviene en los electores un temor paralizante que detiene en su avance. Eso fue lo que sucedió en 2006 y aún en 2012, cuando la propaganda negra contra AMLO inhibió a una gran mayoría de votantes, aún cuando reconocieran abierta o solapadamente, que no le faltaba razón en sus denuncias. Tengo aún en la memoria la enorme resistencia en las familias, amigos o compañeros de trabajo cuyos argumentos se detenían en el terreno de la desconfianza, la burla o de plano el odio, motivados por la repulsa generada desde los centros del poder establecido. “No votaré por AMLO porque no es católico” me espetó en 2006 una respetable maestra a la que hasta entonces creí ilustrada y tolerante. “El Peje sería como Hugo Chávez” aseguraba un universitario con posgrado en 2016 en una plática. “Si gana López Obrador me voy a China” me confesaba una joven psicóloga todavía a principios de éste 2018, sin que a la fecha haya cumplido su promesa.
A quienes deploraban ante mí el avance arrollador del candidato morenista durante la campaña electoral me bastaba con decirles que, si él era lo que decían y seguía encabezando las preferencias, debían entonces considerarlo como una némesis, algo radicalmente contrario a la naturaleza de los anteriores gobernantes quienes con sus excesos, habrían terminado por crear el monstruo de sus pesadillas.
 A lo largo recorrer el país y conocer a su gente y la diversidad cultural de sus comunidades, AMLO tuvo el tino para revisar a fondo los prejuicios que han acompañado a la izquierda política mexicana, rompiendo con muchos de sus esquemas. Uno de ellos fue la religiosidad de las masas mexicanas, ingrediente presente en todas nuestras luchas de liberación pero cuestionada severamente por el racionalismo positivista, el pragmatismo y el materialismo del siglo XX, que separaron al llamado “México profundo” de la vida política moderna. En cambio, como los liberales del siglo XIX, López Obrador no dudó en identificarse con el espíritu cristiano popular del liberalismo del siglo XIX , que detestaba la opulencia y el fanatismo clerical, pero que “reza donde reza el pueblo y se hinca donde se hinca el pueblo”, a decir de Santos Degollado, héroe reformista multicitado por López Obrador, quien no dudó en invocar el favor de la divinidad y, más aún, hacerse ungir con rituales pagano-religiosos de algunos grupos indígenas en plena explanada del Zócalo, tras protestar su cargo ante los poderes de la Unión.
¿Por qué estos y otros actos relacionados con la religiosidad popular así como la insistencia del ahora presidente de la república por llevar a cabo una constitución moral han sido recibidos positivamente por la mayoría social aún cuando sigan generando escepticismo y desconfianza entre la clase política y a los intelectuales? Vuelvo a mi teoría de los ciclos históricos, que nos hacen comprender la verdad de quienes afirman que no estamos sólo ante un cambio de gobierno, sino de régimen; un cambio de época en la vida nacional nacida de una profunda repulsa popular hacia conductas hasta hace poco toleradas cuando no aplaudidas: la corrupción, el robo, el mal comportamiento, la deshonestidad , etcétera que habían llegado a formar parte del paisaje cotidiano hasta que terminaron por colmar el plato de padres e hijos, maestros y alumnos, trabajadores y empleadores, ateos y creyentes, prohombres y villanos, convertidos en víctimas involuntarias de sus propias permisividades y excesos.  
 Este cambio en la sensibilidad moral pudiera haber continuado en un mero reniego –deporte de almas frustradas-, si no se hubiera contado con un personaje fuera de serie como Andrés Manuel, cuyo lenguaje ha ido coloreando con expresiones extrañas al argot político tales como bueno, malo, transformación, constitución moral, y otras palabras que poco a poco van abriéndose paso en la opinión pública. “Todos a portarse bien”, ordena en sus audiencias a políticos, empresarios o comunicadores; quienes hacen buches con la nueva terminología presidencial sin atreverse a decir esta boca es mía, porque como en los Evangelios (a los que también cita) el presidente podría acallar diciendo que “aquel que esté libre de pecado arroje la primera piedra”. Se ha visto también, entre la multitud que le rodea en sus viajes y giras, jóvenes adolescentes, mujeres y hombres, acariciar con cariño su blanca pelambrera y decirle “estamos contigo abuelito”, como aceptando su autoridad moral; aflorando los deseos que tienen de que alguien digno de autoridad moral sea capaz de aceptarlos como son y a la vez meterlos en cintura.
No se trata de una utopía, sino de un proceso de conversión objetivamente demostrado, que puede llevarnos, si sabemos entenderlo y lo hacemos nuestro, a nuevas formas de relación humana entre quienes hasta ahora hemos estado divididos y envueltos en una violencia circular interminable. Tras el ideal, están sentimientos y valores profundamente insertados en nuestro pasado. El México profundo está despertando. Y es por eso que si deseamos a todos un feliz año nuevo es porque en realidad esperamos de todo corazón que sea un feliz año nuevo para toda la nación, porque hasta las palabras más sobadas cambian de sentido en una transformación como la que estamos viviendo.
Y RECUERDEN QUE VIVOS SE LOS LLEVARON Y VIVOS LOS QUEREMOS CON NOSOTROS.
 

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