En el sureste de Moscú, en un barrio de aceradas torres de estética comunista, hay una plaza a la que acaban de nombrar como uno de los espías más importantes de todos los tiempos: Kim Philby.
La capital rusa honra así al famosísimo agente doble británico que trabajó encubierto para los soviéticos durante décadas, antes de desertar y huir a Moscú en 1963.
El enclave, cerca de la sede del servicio de inteligencia exterior, es más una intersección con tráfico que una glorieta. Radicalmente distinta de los salones de té, los clubes de caballeros y las acomodadas casas británicas en las que Philby creció.
Allí, ni la señora Svetlana, que atiende en un quiosco de bebidas y otras chucherías, ni Aleksander, un jubilado que vive en una de las torres de cemento, saben quién es Philby. Algo bueno para un espía pero probablemente nefasto para su orgullo.
Rusia vendió durante años sus logros de inteligencia exterior con el rostro del agente doble inglés, que fue enterrado con todos los honores en 1988 en el cementerio de Kuntsevo en Moscú, junto con otros héroes soviéticos, como Ramón Mercader, el agente policía secreta que asesinó a León Trotsky.