EL ZAPATERO
Don Jesús ‘el zapatero del barrio’, era un verdadero santo, pues hacía milagros con los zapatos; de tanta chancla vieja que le llevaban, los dejaba como nuevos.
Tenía su taller a la entrada de la vecindad con puerta a la calle; todos los días, muy temprano, se le veía sentado rodeado de toda clase de zapatos, de los que arreglaba. Sacaba los clavos de la boca para ponerlos y dar de martillazos en la suela.
Don Chucho era un viejito chaparrito, de barba canosa y le faltaban varios dientes, muy flaco. Usaba un sombrero mugroso, tipo gángster y nunca se quitaba una chamarra de cuero mugrosa. Don Jesús era muy enamorado y cada clienta, de cualquier tamaño y años, les aventaba los perros. Les decía palabras amorosas muy chistosas, que salían en verso; algunas le daban de cachetadas cuando se pasaba de lanza.
Su esposa se llamaba María de la Luz, y lo miraba de rabito de ojo, nada más cuidándolo.
Un día fue a verlo doña Chelo, la mujer de “El Morrales”, para que le arreglara un zapato:
• Buenas tardes, don Chucho.
• Muy buenas las tenga usted y se la pase a los cuates.
• Quiero que arregle el zapato de mi hijo, con eso de que juegan futbol, los dejan como hocico de cocodrilo.
El zapatero tomó la mano de la señora y la miró.
• Híjole, señora, va a estar cabrón arreglar esta chancla, pero por tratarse de usted, voy hacer hasta lo imposible, le voy a cobrar 30 pesos.
• No mame, don Chucho, 30 pesos cuestan nuevos.
• Bueno, bueno, que sean 10 varos; con las mujeres hermosas no me gusta discutir, y conste que lo hago porque cada que la miro mi corazón late a madres y me hace sentir joven.
Don Chucho tomó la mano de la señora, se la puso en el cachete, y lanzó un largo suspiro.
• Suélteme, no sea encajoso, lo va a ver su vieja y se va a armar la bronca.
• Usted no se preocupe por lo que me pueda pasar. Por una caricia suya no me importa que me partan la madre en cachitos.
• Don Jesús, estese quieto; también quiero que me arregle mi zapato, cuando venía para acá me resbalé y se me rompió.
Doña Chelo levantó el pie para quitarse el zapato; don Chucho se agachaba para verle la pierna.
• Tenga el zapato y no esté de baboso.
• Su zapato tiene el tacón roto, también tiene un agujero en la suela. ¡A poco no se ha dado cuenta!
• Sí, pero estoy jodida.
• Porque quiere, dígame cuándo, y le ponemos Jorge al niño y me cay que estrena zapatillas como la Cenicienta.
• A mí se me hace que usted es como la carabina de Ambrosio.
• Déjeme que se lo demuestre.
Disimulando, el zapatero le agarró la pierna.
-Caramba, don Chucho, estese quieto.
El zapatero no quitaba la mano, por el contrario, la subía más. Le agarró la mano y se la besó.
-Pero, de pronto, recibió un fuerte madrazo con el puño cerrado, entre nariz y boca, que cayó hacia atrás de su banco, parando las patas. Era su mujer, que le aventó la bronca a la clienta.
– Pinche vieja resbalosa, que le viene a coquetear a mi marido.
-Por favor, señora, quién quiere que le dé jalón a esta chingadera.
Como la señora Chelo también era de acción, se quito el suéter y se puso en guardia.
-A mi bájeme la voz, pinche vieja babosa, no sabe con quién se está poniendo; si quiere darse en la madre, atórele.
Las dos mujeres se agarraron de los greñas salvajemente y se dieron de cachetadas, rasguños patadas; cayeron al suelo y rodaron de un lado, enseñando sus calzones; nadie se atrevía a separarlas, por el contrario, las animaban a que se dieran duro.
El zapatero, ya repuesto del cabezazo que se dio, se levantó escurriendo de sangre de la parte de atrás de su cabeza y de nariz y boca. Andaba como refere, dando vueltas de un lado para otro, sin acercarse para no recibir el madrazo.
Al ver que las señoras no se soltaban, trató de separarlas, lo tiraron al suelo, que su sombrero lo sacó de debajo de las mujeres; eso lo puso muy enojado, y les gritó:
-Con una chingada, se están o yo las calmo a patadas a las dos.
Como respuesta recibió otra cachetada, que mejor se subió a la banqueta como espectador. Las señoras, cansadas de la pelear, se soltaron diciendo puras maldiciones. Doña Chelo se fue solo con un zapato; doña Luz jaló al zapatero de la chamarra, y lo metió al negocio.
-Tú me las vas a pagar, cabrón.
-Pero a mí qué me dices, si la que te madreó fue la señora.
Estando dentro, atrancaron la puerta, después se escucharon gritos de don Chucho, los cuales se confundían con las risas de los presentes.
Al otro día, don Jesús entró a la cantina; el pobre tenía un ojo cerrado y el otro a medio abrir.
-Sírvame una jarra doble de pulque y lléneme este garrafón, por favor, don Pepe.
-Le llovieron duro los madrazos, don Chucho.
-Qué le puedo decir, don Pepe. Mi dama se calentó y se salió de control; sólo por los celos comenzó el pleito.
-Ah que don Chuchito, le anda usted buscando tres pies al gato. Si se se entera “El Morrales” que por su culpa su vieja se peleó con doña Luz, lo va a venir a desmadrar.
-La verdad, don Pepé, por una mujer bonita, casada, soltera o divorciadita, me agarro a madrazos, aunque sea con el pinche diablo.
• Ahí viene doña Luz.
El zapatero volteó la cabeza por todos lados.
-No me espante, don Pepe, me puede dar diabetes. Mejor sírvame otra jarra del mismo pulque, me gusta venir temprano, antes de que le eche agua.
Don Jesús se miró en el espejo de la barra de la cantina, acomodándose el sombrero; a tráves de él, vio a su mujer con las manos en la cintura.
-¡Ay, en la madre!
-¡Ah qué horas vas a trabajar, cabrón!
-Nomás me echo el melón y me voy.
-No te hagas pendejo; te voy a dar 10 minutos, si cuando termines y no llegas a la casa, vengo por ti y te llevo de las pocos pelos que tienes.
La señora salió de la cantina echando chispas, y don Chucho hizo señas.
-Sirvale otra don Pepe, donde quiera son tres.
– Yo le aconsejo que es mejor que se vaya a su casa o doña Luz lo va a volver a chingar.
Don Jesús, tranquilo, se tomó su jarra sin despegar los labios; después le dijo al cantinero:
-Lo que me tome me lo fía, don Pepé, porque ando en bancarrota.
Don Chucho llegó a su taller, se puso su mandil de lona, y se sentó a trabajar. Se echó un puño de clavos en la boca, para sacarlos y darle de martillazos a la suela de los zapatos. Por ahí pasó un muchacho que le decían “El Pollo”, que era hijo de Manuelita, y por la puerta de la zapatería aventó un cohete, que al tronar hizo que el zapatero, asustado, se hiciera para atrás, se cayó del banco y se tragó los clavos.
El zapatero hizo muchos esfuerzos para devolverlos: ponía la mano en la garganta y tosía violentamente; poco a poco se iba poniendo morado y le lloraban los ojos; de casualidad salió doña Luz y lo vio que se ahogaba. Le gritaba llorando, desesperada:
-¡Viejo! ¡Viejo! No te vayas. El zapatero abrió la boca desesperado, y con su dedo señalaba para adentro.
Doña Luz lo golpeó fuerte en el pulmón. Al ver que no reaccionaba, corrió a la cantina gritando como loca:
-¡Auxilio! Mi viejo se está muriendo.
“El Gallinazo” y “El Alma Grande” corrieron a la zapatería, agarraron uno de cada uno de una pata a don Chucho, lo bajaban y lo subían violentamente, a ver si escupía los clavos que se había comido, pero en una de esas se les zafó y cayó de cabeza.
-¡Ayyy!
“El Alma Grande” dijo:
-Ya gritó, doña Luz; traiga agua para que la tome. Pero con las manos les decía que no y les enseñaba el garrafón de pulque, y le dieron un vaso.
-¡Cajum! ¡Ay, cabrón! ¡Cajum! Me tragué todos los clavos, a ver si cuando vaya al baño no se me atoran.
Doña Luz les dio las gracias a los señores que ayudaron a su esposo, y ella se quedó con su viejito, sobándole la joroba. Le sonó con su mano y le dijo:
• Ya ves, viejo, eso te pasó por andar de coscolino: vieja que ves, vieja que la encueras con la vista; como si pudieras.
• Ya, por favor, deja de zurrarme y amárrame la cabeza con un trapo, porque me duele mucho. ¡Ay, no me la aprietes, que me la vas a dejar como balón de futbol americano.
Pasó una semana, y el zapatero se enfermó y dejó de trabajar. Doña Luz cubrió su lugar de labores. Al ver don Chucho que su mujer no lo dejaba salira la cantina, protestó:
• Ya basta de hueva. Tú te me vas a la cocinar y yo me pongo a trabajar.
• Pinche viejo chismoso, te vine a ayudar porque me dijiste que te dolía la barriga.
• Sí, eso fue, porque mi estómago estaba trabajando en seco; le hace falta un pulquito. Voy por mi garrafón.
• Nuevamente el zapatero entró en rutina y todos los días se le veía meneando sus ojitos de un lado a otro, a ver quién pasaba. Una vez llegó a su taller Clementina, una jovencita muy guapa y que estaba bien buena. Al verla el viejo se levantó a recibirla:
• Tinita, qué milagro, en qué puedo servirla.
• A ver si puede arreglar mi zapato, se le rompió la correa.
• Le voy a cobrar 50 pesos, porque es importada.
• No mame, mejor póngale una del país y cóbremela más barata.
• Ya dijo, pero como en este zapatito va a entrar un hermoso pie, no le voy a cobrar nada.
En esos momentos entró su vieja de don Jesús.
• ¡Ay, mamacita linda, no me andes espantando!
• ¡Cómo que no le vas a cobrar!
• Te la voy a soltar un madrazo; metete a la casa, yo atiendo a la señorita.
Don Jesús, haciendo berrinche, le torcía la boca a doña Luz, y le levantaba los hombros, pero ella lo paró de una oreja y le dio un patín en la cola. Así pasó el tiempo, y don Jesús se quejaba de los fuertes dolores en el estómago. No lo llevaron a ver al doctor por falta de dinero, y a los pocos días murió. Lo llevaron al hospital y al hacerle la autopsia, encontraron que los clavos que se había tragado perforaron los intestinos.