Del utilitarismo a la demagogia

TIEMPO ESENCIAL (X)

Sócrates tuvo la valentía de advertir a sus conciudadanos que las fórmulas de los demagogos constituían un remedio falso para salvar a su Polis, y que sólo con una reconversión de sus actitudes, formación y costumbres, guiada por una conciencia crítica y una actitud desprendida del egoísmo, podría emprenderse la tarea dejada en manos de los menos indicados para lograrlo, pues era tanto como dejar que un ciego guiara a otro ciego.  

El número anterior de Tiempo esencial comentamos que, si no hemos encontrado eco entre los lectores a nuestro llamado a manifestar sus intereses e inquietudes filosóficas, sea tal vez por no poder dedicarle unos cuantos minutos a ocuparse en sí mismos; lo cual, a pesar de todo, expresamos,   no sería tan grave como reconocer que han dejado de querer hacerlo, vencidos por la indolencia y la parálisis mental propios de ésta época, donde todo se nos da digerido, empaquetado o editado.
Dijimos igual que  tal desinterés se apoya en la creencia de que lo bueno es lo útil, lo práctico y lo exitoso; inoculada en nuestras mentes desde la infancia hasta la muerte, con mensajes que inducen en nuestro  inconsciente  una forma de vivir que incita al egoísmo, la competencia, el miedo al futuro y el rechazo a quien es, piensa o actúa distinto a nosotros, amenazando nuestra “zona de confort” con su presencia o sus ideas.
Quizá alguien pudo molestarse al leer que, desde el utilitarismo prevaleciente, no parece indispensable que el abogado tenga un claro sentido de lo que es la justicia; ni que el galeno lo tenga de lo que es el hombre; ni el profesor comprenda lo que significa el bien humano, aún cuando la justicia sea el núcleo del derecho, los seres humanos el campo de intervención del médico y el desarrollo del bien humano, la misión fundamental del maestro.
Pudiera no gustar eso, pero es innegable que en nuestros días, la utilidad y el practicismo tienen tal importancia, que  hemos dejado de percibir su dictadura sobre nuestras vidas, así como las distorsiones que genera no saber si esa forma de ser es la única o sólo una manera de entender la vida entre otras que tal vez ignoramos o hemos olvidado; provocando que, tras de  tantos años de vivir persiguiendo como bien sólo lo que nos conviene y beneficia,  hemos terminado por dedicar nuestras existencias al beneficio egoísta;  a tal grado, que ya no podemos ni queremos preguntarnos si tal forma de pensar y vivir es realmente la única, o si pueden existir otras formas de comprender, sentir y actuar, que puedan darnos un sentido más satisfactorio a nuestras vidas en términos diferentes al uso práctico e interesado de las cosas y las personas.
No se trata de emprender una discusión teórica al respecto, sino acicatear la atención de los lectores de Tiempo Esencial ante a una forma humana de comportamiento que nos acompaña desde que el hombre es hombre impulsando su bienestar y progreso, pero que no nos sirve para comprender por sí misma los efectos de su propia actividad ni su capacidad para provocar males irreversibles en nuestras vidas, e incluso en la existencia de la propia vida en el planeta.  
Ciertamente no hay nada nuevo en este mundo, el utilitarismo de nuestra época -si bien desmesurado-, tiene sus orígenes en las culturas del pasado, especialmente las del llamado “mundo occidental”, donde el afán de dominio de la naturaleza y control de los seres humanos ha sido constante. No obstante, la conciencia de sus efectos negativos en ciertas culturas permitió atemperarlos mediante los consejos de mitos, religiones y leyes y más tarde, con el descubrimiento de la conciencia moral, que sucedió en Atenas, tras la crisis de la democracia.  
Porque si bien la democracia dio derecho a todos los atenienses a decidir qué leyes y gobiernos les convenían, no fue suficiente para frenar su utilitarismo y el egoísmo; ya que la política democrática encontró su veneno en la demagogia, con la que se manipula la voluntad del ciudadano común y corriente, induciéndolo a votar contra sus verdaderos intereses, causando a la postre que el “sistema de partidos” ateniense terminara en la anarquía.
La democracia ateniense fue una fiesta de entusiasmo colectivo que rápidamente devino en el desencanto y escepticismo popular hacia los valores de igualdad, bienestar y progreso; sostenidos por los demagogos que arrastraron tras de sí a una opinión pública cada vez más exigente de sus derechos,  pero rejega al cumplimiento de sus obligaciones.
La primera entre todas, la de pensar por sí misma la verdad y la validez de cuanto los políticos profesionales  y sus educadores sofistas  le hacían pensar como cierto, bueno y verdadero para el bien común, pero cuyos resultados pudieran  hacerles  sospechar como irreal, falso y pernicioso  si el sentido de realidad y el bien les hubiera acompañado, pero que  la necedad les impulsaba a creer, olvidándose de que sólo su propio esfuerzo podría proteger  al bien común  deseado .
En ese estado de cosas, sólo Sócrates tuvo la valentía de advertir a sus conciudadanos que las fórmulas de los demagogos constituían un remedio falso para salvar a su Polis, y que sólo con una reconversión de sus actitudes, formación y costumbres, guiada por una conciencia crítica y una actitud desprendida del egoísmo, podría emprenderse la tarea dejada en manos de los menos indicados para lograrlo, pues era tanto como dejar que un ciego guiara a otro ciego.  
Lamentablemente, el pueblo ateniense ya no estaba para recapacitar y emprender un esfuerzo de tal magnitud; no por falta de tiempo o inteligencia, sino a causa de la indolencia y la parálisis inducida en sus almas por tantos años de demagogia. De ahí al fracaso de la democracia y el triunfo de la anarquía, no hubo más que un paso.  
Cualquier semejanza con lo que sucede en otra sociedad que te estés imaginando, caro lector, NO es una simple coincidencia.

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