LAGUNA DE VOCES

* Cuando quería ser portero del América

Como una inmensa mayoría de habitantes en nuestro país, alguna vez quise ser futbolista, portero, para poder emular las atajadas portentosas del “Gato” Marín, “El Wama” Puente o Prudencio, “El Parajito” Cortés. Jugábamos todos los domingos en el deportivo “Los Galeana” de la colonia Casas Alemán allá en el Distrito Federal, de diez a siete de la noche, en una pequeña cancha que primero fue de pasto, pero al paso del tiempo quedó convertida en pura tierra.
    El líder de nuestros únicos y terribles contrincantes era un hombre joven, unos 25 años a lo sumo, huesudo y de pelo lacio, al que apodaban “El Pantera”. Si alguien llegaba a chocar contra su humanidad, era de ley que saliera lesionado, porque era estamparse contra una costal de huesos. Duro como piedra, incapaz de mostrar el menor gesto de dolor. De hecho estoy seguro que no sentía, y que estaba a un grado de convertirse en la mejor personificación de la muerte.
    Cursaba el cuarto año de primaria y le iba al América. Cada semana compraba una revista que llevaba por nombre “Fibra América”, y que incluía en sus páginas centrales un póster de los jugadores del equipo, cada uno de los cuales pegué en la pared del departamento donde vivíamos, lo que agregó un toque único a los dos pequeños cuartos donde se guarecía toda la familia.
    Estaba seguro que tarde o temprano jugaría en el Estadio Azteca y protagonizaría paradones que harían olvidar a “Don Pru” o al “Gato Marín”. Sin embargo, desde entonces y a la fecha, nunca pude lanzarme cuál tigre de bengala a mi lado derecho, y cuando lo intentaba siempre caía como costal de papas, lo que tiro por viaje me dejaba sin aire en la barriga.
    Iba en cuarto año de primaria y mi maestro se llamaba Joaquín, un hombre de canas prematuras, evidentemente con enfermedades de la cabeza, porque de otro modo resulta difícil entender el gusto que le daba agarrar a cinturonazos durante el recreo a los que se portaban mal.
    Sin embargo le gustaba la poesía, y todos los días, de lunes a viernes, dejaba aprender un poema bajo el entendido de que quien no lo hiciera, se convertía en candidato de manera automática a una tanda de golpes en la parte baja de la espalda con cinturón.
    Al final del curso lo vi cuando llenaba boletas a toda prisa, apenas minutos antes de entregarlas. Me puso diez en todo, dieces hechos sin separar el uno del cero por la premura. Diez parejo en cada uno de los meses, en cada una de las materias. Nunca había visto una boleta así, sin un solo nueve, puro diez.
    Aprendí una cantidad enorme de poesías en ese año, y está claro que nada de aritmética, biología o geografía. La poesía me abría el camino del reconocimiento y el mejor regalo que haya recibido desde entonces.
    La XEW convocó a todos los niños de primaria con promedio general arriba de nueve, para que acudieran a la estación y recibir un balón de fútbol autografiado por los jugadores del América: Reynoso, Ceballos, Borja…todos.
    Llegué con mi boleta de puros dieces y en mis propias manos me entregó un balón con gajos amarillos y azules “Don Pru”, “El Pajarito” Cortés.
    Hay algo de mágico en un evento de ese tipo. La seguridad absoluta de que el destino me había tocado. La seguridad de que jugaría, algún día, en el Estado Azteca, y quién sabe, a lo mejor en la selección nacional.
    Cuidé como un tesoro el balón autografiado, hasta que un día mi hermano Martín se lo llevó a un partido que tenía en una cancha llena de piedras, y en el que también cayó un aguacero que borró todas y cada una de las firmas.
    Luego dejó de gustarme el fútbol cuando el engaño de Antonio Roca y sus ratones. Sólo una vez fui al Azteca en calidad de espectador y no volví a regresar.
    Además que todos y cada uno de mis héroes, “Don Pru” para empezar, dejaron de jugar y de los once admirados ninguno quedó.
    Vaya pues que ni la boleta de puros dieces conservo.

Mil gracias, hasta mañana

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta

CITA:
    Estaba seguro que tarde o temprano jugaría en el Estadio Azteca y protagonizaría paradones que harían olvidar a “Don Pru” o al “Gato Marín”. Sin embargo, desde entonces y a la fecha, nunca pude lanzarme cuál tigre de bengala a mi lado derecho, y cuando lo intentaba siempre caía como costal de papas, lo que tiro por viaje me dejaba sin aire en la barriga.

    

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