LAGUNA DE VOCES

    •    Goodall: tomar la vida en sus manos


El suicidio asistido del científico australiano, Daniel Goodall, de 104 años de edad, sucedido recientemente en Suiza, a donde viajó porque en su país natal no es permitido, se ha convertido en referente para quienes simple y sencillamente ya no quieren vivir. Porque Goodall no padecía ninguna enfermedad terminal que la provocara una agonía interminable. Simplemente se había cansado de las limitaciones propias de la vejez, pero fundamentalmente que el escenario de referencia en el que había vivido su niñez, adolescencia, juventud y vida adulta, había desaparecido.
    Y ese factor, la extinción de todo lo que daba sentido a la siempre difícil tarea de vivir, sin duda fue el elemento fundamental para que el hoy extinto científico, decidiera buscar la forma de que legalmente fuera asistido en su suicidio, porque la eternidad parece que está peleada con el ser humano, y queda como tarea exclusiva de dioses.
    Siempre el que detiene el paso del tiempo termina por asesinarse en un retrato como el de Dorian Gray, en el entendido de que la  muerte nos permite descubrir el milagro de vivir, y lo contrario transformaría ese concepto en un absurdo. Vivir eternamente puede sonar en primera instancia algo deseado, porque ser espectador de la transformación de un mundo es un atractivo que pocos pueden rechazar.
    Sin embargo, incluso con todo y que ese vivir para siempre fuera concedido a un grupo de personas que nos acompañaran en esa travesía eterna, en el que incluiríamos a los que dan razón al existir, muy probablemente pasadas las primeras centurias se registraría un motín a cargo de los que no soportan el tiempo sin tiempo, la extinción de la muerte, la posibilidad del olvido.
    Somos pasajeros de un tren con un destino que se asoma cuando apenas le encontramos gusto al vagón donde nos instalaron, y en esa prisa el disfrute de la existencia, a veces de una manera apurada, sirve de justificación porque quién sabe si mañana estaremos aquí, respiremos, tengamos la capacidad de sobrevivirnos.
    Tarde o temprano, aseguran algunos, todo humano tendría que recurrir al suicidio asistido, a la posibilidad de dar por finalizado el viaje en una tierra que nunca se logró comprender en términos reales. Ser finitos es una bendición, ser infinitos solo en los deseos, en los sueños.
    Limitados por el tiempo, a veces 70, 80 o 90 años, después de cumplir 50 es una constante descubrir que podemos morirnos, que en cualquier momento y sin previo aviso, la de la guadaña se aparece y nos lleva. Ese descubrimiento provoca el primer susto, que pasa rápido.
    A los 60 se asume el reto de vencer el destino, es decir la vejez, el rostro que se marchita, el cuerpo que se desparrama por todos lados, los pulmones que jalan aire con desesperación. Y luego entonces se recurre a dietas al por mayor si uno está gordo, y a los ejercicio para recuperar un cuerpo que por cierto nunca tuvimos.
    Llegados los 70 finalmente se descarta la inmortalidad, que si existe fue hecha para otros, esos que necios insisten en bajarse los años, festejar que le digan lo bien que se ve, engañarse. Pero al cierre del día, en ese balance que todos hacen a esa edad, el sentimiento más constante, es que no se puede, no se debe abandonar el mundo, la vida pues, sin dejar cuando menos un buen recuerdo en los hijos, quienes nos amaron y amamos. No, el recuerdo eterno es también un absurdo, y además reservado para unos cuantos, que en definitiva ya sabemos que no somos parte de esos elegidos.
    Si con suerte llegamos a los 80, los 90, nos damos a la tarea de recordar solo tiempos muy, pero muy lejanos, apenas visibles en la bruma de la edad. Y juramos que podemos ver a los muertos, platicar con ellos. Seguro es cierto, asunto solo reservado a los de mayor edad, que ya se asoman a otro mundo, que son avisados que aquí no termina todo.
    Cada cual decide el día, la hora, el mes, el año en que se irá. No es asunto de suerte. Es la consecuencia del vivir.
    Así procedió el científico australiano. Simplemente decidió que era tiempo de irse.

Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta    

CITA:
    Somos pasajeros de un tren con un destino que se asoma cuando apenas le encontramos gusto al vagón donde nos instalaron, y en esa prisa el disfrute de la existencia, a veces de una manera apurada, sirve de justificación porque quién sabe si mañana estaremos aquí, respiremos, tengamos la capacidad de sobrevivirnos.

Related posts