UN INFIERNO BONITO

 

“EL HUESO”

Samuel “El Hueso” trabajaba en la Hacienda de Loreto y vivía en el barrio de La Palma con su vieja y un montón de hijos que diariamente lo esperaban a comer. Una vez salió de su trabajo, caminaba muy tranquilo, por el barrio del Puerto Rico, al subir al callejón para llegar a su casa, escuchó varias voces:

-¡Aguas! ¡Aguas!

Samuel volteó para todos lados y de arriba se le vino un bote de mezcla, desde la azotea se le cayó a uno de los albañiles, pegándole en la mera cabeza, que sonó hueco. Las patas se le doblaron y cayó al suelo como fulminado por un rayo. La gente gritaba:

-¡Llamen a la Cruz Roja! Pobre hombre, ya le partieron la madre.

El chillido de la ambulancia alarmó a todos los vecinos del barrio, que corrieron a saber el chisme, estorbando a los socorristas que lo subían a la ambulancia. “El Hueso” estaba irreconocible por la sangre y todo lleno de mezcla. Llegando al Hospital General, lo metieron a la sala de urgencias, le cosieron la cabeza, que por el madrazo la llevaba floreada.

Los médicos, enfermeras y la administración, no sabían quién era el herido, no pudieron sacarle datos al “Hueso”. Cada que le preguntaban algo salía con una pendejada, y señalaba para arriba. Para ahorrarse trabajo de investigación las enfermeras, en su cama le pusieron un letrero que decía: “Paciente desconocido”. Mientras tanto, en una de las vecindades del barrio, Juanita se tronaba los dedos y tenía el Jesús en la boca porque no parecía su viejo, que era Samuel “El Hueso”.

  • ¡Ay Dios mío! Hija, asómate al zaguán a ver si no viene tu padre.
  • ¡No se preocupe jefa! Apenas son las dos de la tarde.
  • ¡Por eso mismo te mando! Tu padre es puntual como un inglés: a las dos ya está moviendo bigote.

Pasó el tiempo y la señora, muy preocupada, salió a buscarlo, y encontró un grupo de vecinos que comentaban:

  • ¡Quién sabe quién fue! Pero pobre señor. Vi cuando le cayó el bote con mezcla desde la azotea, en la mera choya, que tronó como calabaza; de esta ya no se levanta a menos que tenga la cabeza de plomo.
  • ¿Qué cuentan vecinas?
  • De un señor que venía comiendo camote, caminando bien pendejo, de pronto le cayó un bote de la azotea en la mera chiluca, pinches maestros albañiles, son muy cabrones, para mí que se lo dejaron caer adrede, porque lo vieron tirado y se cagaban de risa.
  • ¡Ay Dios! Pobre hombre. ¿De casualidad no vieron a mi señor?
  • ¡No, Juanita! Vengo de la cantina, fui a buscar a mi viejo, como hoy es sábado, se gasta todo el dinero, y sale con la mamada de que lo asaltaron.
  • Voy a buscarlo en el camino que siempre recorre, ya me tiene muy preocupada, mi viejo es un gato ratonero, que llegando a su casa no sale, ni tampoco es amiguero.

La señora llegó a su trabajo y le preguntó al velador:

  • Perdone señor, ¿no ha visto al Hueso?
  • Ese cabrón es el primero en salir y el último en entrar a su trabajo, sonando el silbato salió hecho la chingada.

Juanita se regresó muy triste, con lágrimas en los ojos, llegó a su casa y vio a sus hijos que estaban esperando a su papá para mover las orejas juntos. Le dijo la niña más grande:

  • Nos había de servir de comer a nosotros y al rato que llegue mi papá usted come con él.

La señora no le contestó, se asomó en el zaguán.

  • ¡Chin! Ya son las tres y no llega.

Sin pensarlo fue a su casa, medio se alisó las greñas con los dedos, agarró el rebozo y le dijo a su hija:

  • ¡Si viene tu papá, le dices que lo fui a buscar a la casa de tu abuelita!

Muy veloz Juanita, fue a la casa de su suegra, que vive hasta casa la chingada, en el pueblo de San Bartolo. Entró a la casa, se tropezó con un ladrillo y se fue de cabeza dándole un tope a la vieja de su suegra, que la tumbó.

  • ¿Qué te pasa?
  • ¡Discúlpeme, suegra!, pero estoy muy preocupada por Samuel, no ha llegado a la casa, es muy tarde.

La señora como estaba muy gorda y quedó sentada, con trabajos se podía levantar y se sobaba las nalgas.

  • Te habías de fijar cómo entras en una casa ajena, aparte de que tumbaste el ladrillo me diste un buen madrazo. A lo mejor se encontró un amigo y se quedó a platicar. Ya sabes que así son los hombres.
  • ¡Pero mi viejo no tiene amigos!
  • ¡Ya deja de moverte como guajolota! Me pones nerviosa. Lo tienes acostumbrado a estar debajo de tus faldas, que apenas se retrasa, ya quieres chillar; déjalo un rato que se divierta, cada día lo veo mas pendejo, déjalo salir.
  • ¡No lo estoy agarrando! Lo que quiero es que me acompañe a buscarlo. No vaya a ser el diablo y le pasó algo malo. Ya ve cómo están las cosas: asaltos en las calles, choferes que manejan como pinches locos, y un chingo de perros en las calles, que ven a un desconocido y se tiran a morder. Su hijo está tan flaco que de una mordida le pueden arrancar una pinche pata.
  • ¡Está bien, vamos! Pero deja de temblar, parece que te anda del baño. ¿Por dónde empezamos?
  • Vamos primero a la Cruz Roja, a la mejor le dio en la madre un carro al atravesar la calle.

Las dos mujeres salieron en busca del “Hueso”, anduvieron de allá para acá, preguntando y buscando pistas para encontrar al perdido. Cansada la vieja del Hueso, le dijo a su suegra:

  • ¡Ya van a ser la 8 de la noche, Mariquita!
  • ¡Ya lo sé, a lo mejor andamos navegando con bandera de pendejas, y él ya está en la casa; vamos allá!

Al llegar entró doña Juana y le preguntó a su hija; le dijo que no había llegado, y se puso a llorar, a moco tendido.

  • ¡A la mejor lo secuestraron! Van a pedir recompensa y no contamos con dinero.
  • ¡Deja de decir babosadas! Vamos con la policía, ya ves que a esos gûeyes, cuando no les cae nada, se llevan a quien encuentran en la calle.

Llegaron a la Policía Municipal y le preguntaron al comandante de guardia, y les dijo:

  • ¡Por las señas que me dan! No ha caído ningún señor de esos; los únicos que tenemos son a golpeadores de mujeres, y a otros que encontramos tirados, todos miados, en vía pública.
  • ¡Búsquele bien, oficial! Luego por estar vacilando con sus compañeras ni ponen atención a quien encierran.
  • ¿Cómo dicen que se llama?
  • Samuel González Hernández, le dicen “El Hueso”.
  • ¡Ya anoté sus datos! Vengan cada día primero de cada mes, a ver si ya tenemos informes de que lo encontraron; hay veces que muchos hombrecitos ya están cansados de su vieja y se buscan una nueva.

Muy tristes las señoras, salieron de la barandilla y como eran las 10 de la noche, se la aventaron a pata desde allá al centro. Le dijo doña Mariquita:

  • ¡Vamos a descansar un rato, las pinches patas las ciento como de bolillo, hinchadas. El presidente municipal pone a la policía hasta casa la chingada. La hubiera dejado en el centro!
  • Ahí está la Dirección de Seguridad Estatal pero ya ve que ésos, como tienen preparatoria y ganan 8 mil pesos al mes y cada rato reciben cursos, se creen la gran madre y ni nos pelaron.
  • Eso es lo que dicen. pero los pinches policías andan mordiendo a la gente para a completar el gasto.

A doña Mariquita se le ocurrió una idea:

– ¡Vamos a buscarlo al Hospital General!

Cuando llegaron les informaron que tenían un paciente que por un madrazo en la chirimoya había perdido la memoria y no sabía cómo se llamaba, y si no lo identificaban en dos días, lo iban a echar para afuera, como lo hacen con tanto loco que hay en la ciudad. Le dijo doña Juana a la señorita:

  • ¡Llévenos a verlo por favor! El corazón me dice que puede ser mi viejo. Dígame cómo es el desconocido.
  • ¡Es güero, bigotón, greñudo, tiene los ojos cafés y las patas grandotas!
  • ¡Ese es! Vamos.

Cuando llegaron Juanita, al verlo, lloró de gusto y corrió a abrazarlo, pero “El Hueso” la rechazó:

  • ¡Yo no la conozco a usted, ni a la pinche  vieja que la acompaña!
  • ¡Yo soy tu señora y ella es tu mamá!
  • ¿Mi señora? ¡No puede ser! No soy casado y ustedes parecen changas.

Juanita se enojó y con el puño cerrado le pegó fuerte en la cabeza; el pobre “Hueso volvió a sangrar y reaccionó.

  • ¡Juanita. Jefa! Qué bueno que vinieron, me sentía muy solo, no se por qué me trajeron aquí, ni tampoco sé lo que me pasó.

Juanita hizo los trámites para que lo llevaran a su casa. La señora Mariquita pagó la responsiva y se hicieron cargo del “Hueso”, que también le daba gusto estar con su familia. Pasaron los días y lo dieron de alta para que se fuera a trabajar. Para evitar más preocupaciones, Juanita le compró un casco de motociclista, de esos que parecen bacinica; lo hizo que lo usara siempre, que no se lo quitara ni para dormir.

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