Conócete a ti mismo

TIEMPO ESENCIAL (VII)

    Pero el tiempo esencialmente nuestro no consiste en ocupamos en las necesidades que nos impone la vida, sino en las exigencias de nuestra propia consciencia cuyos hallazgos actúan como una guía sin cuyo auxilio deambularíamos por la vida sin rumbo ni sentido.  El pensar por nosotros mismos no surge por necesidad o mandato externo, sino por exigencia propia; porque solo con él podemos discernir si los quehaceres en los que gastamos nuestro tiempo son dignos de nuestra atención y no sólo producto de interés ajeno o distracción nuestra.

Ya vimos que el tiempo es el recurso más valioso con el que contamos para cualquier actividad y que el tiempo propio de la filosofía tiene que ver con el más valioso de los tiempos: el íntimamente nuestro. Queda por saber qué clase de tiempo es ese, porque de primera intención eso de dedicarnos a nosotros mismos nos hace pensar en demasiadas actividades. Lo hacemos, por ejemplo, al alimentarnos, asearnos o descansar; o cuando un adolescente pasa horas enteras escuchando su música preferida aislándose del resto del mundo. Son éstas y otras acciones parecidas las que ocupan nuestro tiempo; algunas de las cuales realizamos casi automáticamente, en tanto que otras exigen mayor esfuerzo y atención.
    Pero el tiempo esencialmente nuestro no consiste en ocupamos en las necesidades que nos impone la vida, sino en las exigencias de nuestra propia consciencia cuyos hallazgos actúan como una guía sin cuyo auxilio deambularíamos por la vida sin rumbo ni sentido.  El pensar por nosotros mismos no surge por necesidad o mandato externo, sino por exigencia propia; porque solo con él podemos discernir si los quehaceres en los que gastamos nuestro tiempo son dignos de nuestra atención y no sólo producto de interés ajeno o distracción nuestra.
Para entender lo anterior mejor de lo que puedo explicar, te pido que hagas memoria de un ejemplo ya citado en la primera entrega de Tiempo Esencial; se trata de unas pocas líneas con las que Nicolás Maquiavelo  confiesa a sus  hipotéticos lectores la personal  alegría que le produce encerrarse a solas en su gabinete de trabajo en altas horas de la noche  al regresar de  las tareas cotidianas, robando al descanso un poco de tiempo  y, “despojándose de la mugre del día”,  a fin de entrar en contacto  “con los grandes hombres del pasado” quienes, “generosamente, me abren las puertas de sus moradas”,   invitándolo a participar en diálogos que  alimentan el espíritu  y que, fugazmente, permiten escapar de las cadenas que imponen los menesteres cotidianos, recuperando para sí el tiempo que  cualquiera nos quita, pero nadie nos repone, como  decía Seneca en otra reflexión que  también  hemos citado.   
Te pregunto ahora -mi hipotético y amable lector-, si alguna vez has sentido ese llamado del que nos habla Maquiavelo para dedicar aunque sea un tiempo breve a la búsqueda de ti mismo. Si es así, entenderás la clase de tiempo que la filosofía requiere y exige a quien pretende entablar tratos con ella y que la distingue de cualquier otra clase de ocupación, solaz o tarea; aunque ella misma sea ocupación, solaz y tarea.
Pero si haciendo inventario de tus costumbres y hábitos reconoces sinceramente que tales hábitos no te son frecuentes o más aún, te resultan desconocidos, no te apures; te encuentras en el número de la humanidad que, sin saberlo, ha vivido la vida sin ponerse a pensar la razón por la que la ha vivido; el cual suma mayoría  en éste mundo. Pero hoy tienes la oportunidad de dejar de pertenecer a sus filas, poniéndote en camino hacia “el lugar donde abundan los pastos que alimentan la mejor parte del  alma”, según diría Platón (Fedro, 248c), otro apasionado de hurgar en sí mismo lo que el mundo práctico no suele proporcionarnos y peor aún, pugna por evitarnos.
¿Cómo saber entonces que realmente estamos ocupándonos de la tarea que nos es propia, auténtica de pensar por nosotros mismos? Sócrates lo hace ver en el juicio que le siguieron sus acusadores y que terminó con su muerte; al confesar al jurado que, en algún momento de su vida descubrió ser habitado por un dios interno (daimon); es decir, una voz que le hablaba desde en su interior haciéndole ver lo bueno o lo malo de su conducta; la falsedad o la verdad de sus conocimientos; la sabiduría o ignorancia de su saber y el de cualquier otra persona.  Ese daimon, le dictaba lo que había de hacer, y no podía hacer más lo que él le ordenara a riesgo de no dejarlo en paz hasta cumplir sus mandatos, poniendo la ley de su consciencia sobre la ley de Atenas, motivo por el que el jurado al que lo conducen sus enemigos lo declarara reo de muerte.
De esta experiencia socrática podemos inferir que la adquisición de esa voz a la que él llama “daimon” y que se ha traducido insuficientemente al lenguaje moderno como “conciencia”, constituye un descubrimiento histórico y no una reacción natural de la inteligencia frente a las disyuntivas que surgen en la vida, siendo lo más usual tratar de resolverlas sin ocuparnos ni preocuparnos si son verdaderas o buenas, sino pensando en lo útil o inútil que resultan para nuestros propósitos.
Esa capacidad para escuchar esa voz interior que nos habla y  obliga a distinguir la verdad de la mentira o el bien del mal (“la voz de la conciencia”)  descubierta por Sócrates constituye, por tanto, una verdadera revolución en la historia humana. Sin embargo (y pese a la opinión de algunos) no es propiedad de una cultura o una sociedad determinada. En realidad, ni en la misma patria de dicho personaje llegó a comprenderse el alcance de su daimon sino demasiado tarde, cuando ya se había dado muerte al filósofo.
Sócrates aseguraba que la capacidad de conocernos a nosotros mismos surge  a la manera de un parto, un alumbramiento producido tras una lucha (pólemos) contra las opiniones del sentido común y el saber práctico; por eso es que la filosofía sale del cuadro de la educación digamos “normal”, con que  la que somos integrados a nuestras funciones sociales. Pero con ser tan atípico, el propósito de la filosofía es, en el fondo, un esfuerzo por  formar una sociedad que responda no sólo  al  beneficio personal; sino a la constitución una comunidad fuerte y sana producto no del poder ni  la violencia, sino por los hábitos virtuosos de sus habitantes.
Y si el llamado a vivir una vida con sentido te atrapa –cosa determinante para quien quiera amores con la filosofía la que te demanda dedicarte la vida entera a tal menester-, el librito de León Tolstoi “La muerte de Iván Ilich” es un aperitivo de primer orden; comienza a leerlo y estoy seguro que lo terminarás de un jalón. Y luego comunícame tus impresiones; vamos dialogando
¿Qué te parece?
miguelangelsernalcantara@gmail.com
nos invita a mejorar lo que la Licenciatura hoy día requiere, pues la carencia de jóvenes en este tipo de programas académicos no es más que el resultado de una sociedad superficial que no se preocupa en cómo darle sentido a la vida . De igual manera recalcó que, como institución de educación superior, el reto está en generar un camino que permita tener una formación plena, completa y humana que aporte a nuestra sociedad personas capaces de abrir horizontes, así como generar una ética y equidad.” http://pueblanoticias.com.mx. 090318. Vaya un ejemplo del vigor del pensamiento filosófico en estados cercanos a Hidalgo, donde la estancia filosófica permanece en penumbras desde siempre.  

 

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