LAGUNA DE VOCES

    •    El  mar, la casa perdida


La lluvia que cae en la noche refresca el jardín, da de beber al pasto sediento, y nutre los árboles que se niegan a ser calcinados por el sol del mediodía. Agoniza febrero cuando el calor empieza a anunciarse para continuar el drama cotidiano de la vida, y empezar a dejar el frio invernal, hasta hace poco insoportable, igual que ahora los termómetros que se disparan por las nubes.
    Nadie puede culpar al clima por lo que nos pasa, y con ello me refiero a la angustia del vivir sin haber dado con la razón esencial de las cosas. Por supuesto todos lo han intentado con fracasos similares, y también explicaciones que sorprenden por su ingenio. Pero en esencia resulta que la fantasía sustituye a las realidades.
    El cambio de estaciones asegura que la primavera necesariamente es alegría, festejo por la vida, renovación de esperanzas, pero también el regreso de antiguas celebraciones que hoy simplemente son sombras, algo que nunca volverá a tener presencia. Los recuerdos generalmente resultan ser una broma mal elaborada de lo que evocan, y por eso son tan pegados a la melancolía.
    Apenas disfrutamos el instante de lo que pensamos eterno, cuando descubrimos que desaparece, se hace nada, y nos espanta porque nos sabemos condenados a esa misma condición por más que intentemos huir, escapar de lo que es imposible.
    Parece una sinrazón que sea la estación más brillante del año, la más ligada al mar, la playa por lo tanto, al olvido de la rutina, lo que en no pocas personas traiga de manera inmediata la evocación de lo ido, lo perdido, lo que al final de cuentas solo cabrá en la memoria del que evoca, del que implora al sol le permita regresar al instante justo en que se sorprendió con la constancia del agua, de la arena, del sonido, siempre en un regreso continuo.
    Todos tuvimos la intención de quedarnos a vivir junto al mar cuando lo conocimos, porque adivinamos que el calor siempre presente, la imposibilidad que el mar un día cualquiera desapareciera, nos otorgaba la certeza de que nosotros tampoco podríamos ir a ninguna parte que no fuera la vida junto a las olas.
    Así que construimos no los tradicionales castillos de arena, sino proyecto igual de frágiles, en que nos veíamos siempre a la espera de que el sol se asomara en el horizonte del océano, y adivinábamos que en la noche se ocultaría con lealtad absoluta a sus designios.
    Luego vimos lo imposible de la encomienda, y dejamos para otro tiempo el sueño de vivir junto al mar, para quedarnos junto a cerros pelones cada vez más grises; otros carcomidos por las palas mecánicas que mes a mes desfiguran el rostro del paisaje rumbo a la carretera que lleva a Actopan.
    Así que todo, lo pensamos, es asunto de tener paciencia, esperar y un día cualquiera salir rumbo a la arena eterna de la playa.
    Nunca sucedió.
    Y si el nunca aparece, es porque es nunca.
    Igual que cuando penamos podíamos ser astronautas, o un habitantes de París para caminar por sus calles, mirar el río, tomar café, hacer que escribíamos y festejar la vida porque era precisamente lo que esperábamos.
    Como quiera llegar la primavera. Llueve a ratos. Mañana saldrá el sol más rabioso que nunca.
    Llueve en la vida de todos. Hace calor. Hace un tiempo que descubrimos la nostalgia de las primaveras.

Mil gracias, hasta mañana.

jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
@JavierEPeralta
    

CITA:
    Parece una sinrazón que sea la estación más brillante del año, la más ligada al mar, la playa por lo tanto, al olvido de la rutina, lo que en no pocas personas traiga de manera inmediata la evocación de lo ido, lo perdido, lo que al final de cuentas solo cabrá en la memoria del que evoca, del que implora al sol le permita regresar al instante justo en que se sorprendió con la constancia del agua, de la arena, del sonido, siempre en un regreso continuo.

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