LA GENTE CUENTA
-¿Cuánto ganaste?
Emiliano saca sus monedas para contarlas y sacar el balance para el día de hoy.
-Cincuenta pesos. Apenas me alcanza para la cena.
El compañero de Emiliano se despide de él chocando las palmas y los puños, y acto seguido desaparece entre la gente. Emiliano levanta su botella llena de jabón, su trapo y sus monedas, las esconde en la bolsa de su pantalón gastado y se dedica a caminar a lo largo de la avenida.
A medida que la noche caía sobre la ciudad, el pequeño Emiliano apresuraba el paso, no quería quedarse sin un lugar donde trasnochar y poder soportar el frío. En uno de los puestos improvisados se detuvo a comprar un bolillo y un atole, pagó con sus monedas y siguió su camino. La señora que lo había atendido lo miró con mucha pena.
Miraba con cierto recelo a los demás niños que pasaban de la mano con sus padres, mientras ellos escuchaban atentamente a sus peticiones: “Para este día de reyes yo quiero una muñeca”, “yo quiero una tablet”. Él deseó con todas sus fuerzas tener a alguien quien escuchara sus peticiones: Tener una familia, tener algo que comer todos los días, no tener más frío. Pero hay veces que la vida misma es injusta.
Llegó a su escondrijo, dentro de uno de los parques de la ciudad, sacó una cobija rota de una caja, y en su lugar metió sus instrumentos de trabajo. Enseguida engulló con un hambre atrasada su cena improvisada. Y en cuanto lo terminó, miró hacia el cielo, con un profundo pesar. Dieron las diez de la noche, y Emiliano cayó exhausto.
Amanece. El pequeño usa de despertador los sonidos de los automóviles que tratan de pasar sobre el tráfico. El sol brillaba más que nunca y pocas nubes habitaban la bóveda celeste. Justo cuando se disponía a guardar su cobija se percató que había algo grande en su maleta. Grande y envuelto.
¿Qué podía ser? ¿A estas alturas quién se acordará de él? Se estremeció cuando, del envoltorio, sacó una cobija nueva y más grande que la suya, y un balero. Y junto a ellos, una nota: “Feliz día de reyes. Disfrútalos”.
