POR QUÉ NO SOY FEMINISTA

“Confórmate, mujer, hemos venido

a este valle de lágrimas que abate.

Tú, como la paloma, para el nido.

Yo, como el león, para el combate”.

 Salvador Díaz Mirón.

 

El título de este artículo, puede parecer una blasfemia, en un presente donde la equidad de género se desborda más allá de la Gramática, su ámbito académico natural. Sí, el género es un concepto que connota elementos lingüísticos, aunque con alguna relación al sexo o naturaleza de las cosas y últimamente, hasta con la Política. Desde luego, no voy a hablar de los sustantivos, comunes en cuanto al género, ni de los epicenos, ni de los ambiguos, sino de la simple dicotomía sociológica: hombre-mujer.

 

No puedo ser feminista, por la simple razón de que tampoco puedo ser misógino. Ambas posturas me parecen extremos irreconciliables, patológicos. Según Don Plutarco Elías Calles: “En exceso, hasta la virtud es vicio”. El término medio aristotélico tampoco me convence. Pretenderé explicarme:

 

Las trampas del sentido común me habían atrapado. Más de medio siglo he vivido creyendo que la mayor parte de los hombres piensan igual que yo en relación con las virtudes y los defectos del las féminas, en las diferentes facetas de su existencia (todas hermosas) pero básicamente en lo que hace a su vida pública y profesional.

 

En los últimos días, de manera brutal, tropecé con algunas opiniones que terminaron con mi convicción de que los machotes-machotes, eran especie en extinción, a pesar de los esfuerzos de las veneradas y festejadas “madrecitas”, cuya actividad al respecto, resumió un inteligente ex Gobernador del Estado: “Quién más contribuyó a mi formación de macho fue mi mamá”.

 

Un personaje cercano a mis afectos cotidianos vociferaba: “No me gusta que me dé órdenes una mujer y menos si es sirvienta. Todas son tontas, se dejan llevar por sus impulsos, son groseras, agresivas, débiles…” y otras linduras por el estilo. En el momento entendí y hasta justifique tan radical postura, atribuyéndola a las raíces campesinas de mi interlocutor y a su deficiente escolaridad. Aún no salía de mi asombro cuando en términos similares se expresaron dos compañeros abogados. Así se me reveló una muestra altamente representativa de lo que parece opinión mayoritaria, aún en este tiempo y que, sin embargo, podría dar base a un culebrón de Televisa: “Lo que callamos los hombres” o “Feministas por fuera, Misóginos por dentro”.

 

Después, vinieron a mi recuerdo dos ocasiones en que la vida me planteó la casi fatalidad de apostar por mujeres para lograr, en su tiempo,sendas candidaturas a los Gobiernos de dos entidades federativas. Ninguna llegó, a pesar de poseer sobrados atributos para desempeñar con éxito, esa y cualquiera otra actividad. ¿Estará preparado el Estado para que lo gobierne una mujer? Decían con indignante convicción la mayor parte de varones, ante pregunta directa o de “motu proprio”… Al parecer dicha torpe interrogante no se ha superado. La misoginia vive en un nivel casi dogmático.

 

Debo entender que en el campo de las profesiones, escasas mujeres se prestan para hacer compromisos de cantina; esto les da fama de intransigentes. Pocas, en relación con los hombres, llegan “crudas” a su trabajo, por lo tanto la humildad que produce tan deplorable estado, se aprovecha en un grado muchísimo menor. En general (salvo excepciones nada honrosas) las damas son menos proclives a la corrupción y tienen mayor respeto por los valores en general y por la ética en particular.

 

Por otro lado, hay que entender las injusticias a que puede llevar la equidad: Hay maridos maltratados sin institución alguna que se encargue de su amparo y protección. El número de padres solteros es muy alto en nuestra sociedad y tampoco existen apoyos oficiales para paliar esta situación, tan crítica como la del género opuesto… Citoejemplificativamente, dos situaciones, por demás conocidas e innegables.

 

Otro ejemplo claro de injusticia son las llamadas “cuotas de género” que, para la definición de candidaturas tienen que acatar los partidos políticos, siempre en detrimento de la calidad de los cargos de elección popular cuando se transforman en gobierno. La inteligencia no tiene género, pero la mediocridad y la “pendejura” tampoco.

 

Las mujeres no deben conformarse con el cincuenta por ciento de las posiciones empoderables. Deben aspirar al cien por ciento, al igual que los hombres.

 

Se me puede objetar diciendo que eso no nos llevaría a la Democracia, sino a la Aristocracia. Si tomamos la etimología del término: Aristos, lo mejor y Cratos, gobierno, de acuerdo con Aristóteles, sería “El gobierno de los mejores” (y digo “los”, porque gramaticalmente el artículo comprende a ambos géneros y me disgusta poner “los” y “las” cuando es una obviedad).

 

Sin duda, los pueblos tienen el gobierno que merecen, pero los gobiernos también deben merecer al pueblo que tienen. No admito el predominio de un género sobre el otro, por simples detalles (algunos muy bellos) biológicos.

 

Termino, al decir con Benedetti: “Si te quiero es porque sos /Mi amor, mi cómplice y todo / Y en la calle, codo a codo, / somos mucho más que dos”.

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