La prueba de fuego de la democracia mexicana

Rumbo a 2018 se debe apuntalar la confianza, y demostrar que los políticos y sus partidos tienen la capacidad de reformarse

A dieciséis años de haberse logrado la alternancia en nuestro país, Enrique Krauze sentenció que “México padece una profunda insatisfacción con el funcionamiento de su democracia”. Tristemente, esta sentencia demoledora continúa cobrando mayor vigencia, y en los últimos meses se han ventilado diversos escándalos de corrupción, cinismo y desvergüenza cometidos por algunos grupos de la clase política.
Poco a poco ha ido creciendo la lista de ex gobernadores que han pisado la cárcel o que se encuentran prófugos de la justicia, escapando de acusaciones por el saqueo en despoblado de sus estados. A esa cuadrilla de políticos deshonestos hoy se suma el videoescándalo de una candidata cuya imagen de austeridad, transparencia y lucha por las causas ciudadanas quedó totalmente devastada.
Las corruptelas, el compadrazgo y la impunidad de las acciones políticas ilícitas parecen haberse institucionalizado en el sistema político nacional. Así, no sorprende que en América Latina, México sea el país —junto con Argentina y Brasil— donde la menor cantidad de personas considera que se ha progresado en la reducción de la corrupción (Latinobarómetro 2015). Y en este tema, los partidos políticos tienen mucho que hacer para evitar que a la corrupción se le siga sumando el lacerante tema de la impunidad.
En lugar de convertirse en maquinarias volcadas a la actividad electoral, los partidos políticos deben regresar a sus orígenes y constituirse en verdaderas asociaciones ciudadanas, con principios claros y causas comunes, representando el sentir de la gente. De no ser así, correrán el riesgo de ser castigados por un electorado que cada vez está más desencantado y desilusionado con la forma en que algunos actores políticos administran la democracia.
La ciudadanía se ve arrinconada a un terreno donde impera la desesperanza, la decepción y la lejanía generada por los partidos, mientras que otras opciones —como los candidatos independientes— emergen lentamente en la arena política como favoritas del electorado, quien no se siente representado por una clase y un sistema de partidos que ha ido perdiendo credibilidad.
El ejemplo más próximo nos lo da Francia, donde los escándalos de corrupción hicieron mella en las elecciones del pasado fin de semana, dando por resultado que, por primera vez en décadas, los dos principales partidos políticos quedaran en tercer y cuarto lugar, lejos de la oportunidad de ganar la Presidencia.
Se hizo valer el principio de “una persona, un voto”, y la preocupación política aumentó en todo el mundo. ¿Dónde hemos de terminar y quién ocupará el espacio generado por el distanciamiento político? Un candidato en quien la sociedad confíe y visualice verdaderas oportunidades de representación aparenta ser la respuesta.
La victoria presidencial de Donald Trump es otra clara muestra de cuán atractiva es la idea de un líder nacional que dice entender el sentimiento popular y estar dispuesto a cambiar el modo en que opera y se mantiene el orden establecido. Parte de este triunfo se debe también a su capacidad para manipular el sentimiento de hartazgo, propio de una sociedad cuya economía y mercado laboral van a la debacle.
Si lo que de verdad buscamos es una mayor inclusión de las ideas populares en la política para generar mejores condiciones sociales, es preciso romper el paradigma que aleja a los ciudadanos de la toma de decisiones. Igualmente se debe apuntalar la confianza, y demostrar que los políticos y sus partidos tienen la capacidad de reformarse.
En México tendremos elecciones estatales este año y las presidenciales en 2018. Esto será una prueba de fuego para la democracia mexicana porque los partidos podrán reivindicarse o perder por completo la confianza ciudadana.

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