LA “JEFELATRÍA” Y EL TOTALITARISMO

“Es muy peligroso despreciar al jefe,
pero es más peligroso
amarlo demasiado”.

Hanna Arendt.
(Citada por Ikram Antaki).

Me atreví a crear el neologismo “Jefelatría”.  Palabra híbrida compuesta por las voces: jefe, del francés chef, “superior,  cabeza de un cuerpo u oficio” y latría del griego latría, “reverencia, culto y adoración que sólo se debe a Dios”.  Esto significa ni más ni menos la elevación de la figura del jefe, como igual (o superior) al mismísimo Dios.  La inquietud surgió al releer el pensamiento de Hanna Arendt, extraordinaria filósofa alemana que estudió con gran visión la Política y la Historia Europea por un lapso de cincuenta años (1930-1980).  Dentro de su basta producción bibliográfica, destaca el título El Sistema Totalitario, por cuya publicación, la autora es conocida como una de las más reconocidas teóricas de este sistema de gobierno.

El Totalitarismo, dice, no surge de repente, misteriosamente, de los cerebros de Stalin o de Hitler.  Ambos se definen por el principio del Jefe: ficción de identidad entre gobernantes y gobernados, atomización de la sociedad, disolución de las estructuras estables…  Todo pueblo se puede volver inconsciente constructor de su Totalitarismo.  El culto a la personalidad del Jefe encarna la realidad, no importa que sea un individuo sin cualidades, un tribuno de cantina, un descastado social, un artista fracasado…  La autoridad carismática no es tradicional; se funda en la percepción que crea la masa en relación con un supuesto heroísmo de su Jefe.

En este esquema, casi todos los seres humanos que acceden a una posición de dominio, pueden ser víctimas de la idolatría de su pueblo; de los lambiscones y cortesanos de tiempo completo.  Hitler, llegó a considerarse a sí mismo, fuente de la autoridad legítima.  No fue producto del sistema, fue El Sistema.  El Nacional Socialismo nació y murió con él.

La figura primigenia de El Jefe se engendró, en la magia (y en la mafia): plumas, joyas, bastones, estandartes, coronas, bandas y otras insignias lo diferenciaron de la masa.  Durante siglos, su investidura tuvo origen divino.  Él y sus descendientes, representaban a Dios sobre la tierra.  Tenían derecho para reinar sobre un pueblo que nada significaba.

En la Revolución francesa se modelaron otros arquetipos: oradores de plazuela, líderes parlamentarios, enciclopedistas, demagogos y hasta siniestros policías como Fouché, hicieron posible el cambio de paradigmas.  La pirámide del poder se invirtió, la nobleza pasó de la cúspide a la guillotina y el pueblo se encumbró, por vía de la representación democrática.

El territorio que hoy llamamos México, tiene una historia pletórica de jefes y jefecitos de todos tamaños y colores: Quetzalcóatl, Dios hecho hombre, quien derrotado por el pulque se autoexilio convertido en lucero de la mañana; Moctezuma Xocoyotzin, víctima de la superstición; Hernán Cortés, quien auxiliado por su inseparable Malinche, supo ser hábil constructor de alianzas con los enemigos de sus enemigos; Miguel Hidalgo, poeta y sacerdote quien prendió la lumbre y no supo como apagarla; José María Morelos, el Estadista, el Siervo de la Nación; Iturbide, arrogante constructor de un imperio de opereta; Santa Anna, el Seductor de la Patria; Juárez, El Impasible; Maximiliano, reencarnación de Quetzalcóatl; Don Porfirio, El Héroe de la Paz; Madero, Mártir de la Democracia; Huerta, El Chacal, los caudillos de la Revolución Mexicana (Villa, Obregón, Carranza, Zapata y Calles, el “Jefe Máximo”), devorados por la violencia que ellos mismos generaron.  En la LV Legislatura de la Cámara de Diputados, surgió la figura de otro “Jefe”, hombre barbado que, desde la oposición, de facto “tiraba línea” al grupo mayoritario.

Los tiranos se fraguan en la democracia o en la fuerza de las armas; los primeros crecen con la levadura de la adulación: infalibilidad, valentía, capacidad para retar al orden establecido, dispensar favores y sobre todo pregonar, honestidad (Claro ejemplo de estas creaturas es una azafata que con su sueldo adquirió un “modesto” departamento en Miami, cuyo costo es superior al millón de dólares); los segundos son producto de su circunstancia.

¿Cómo es que un jefe que surge de la democracia, se convierte en absolutista?  La adoración a su persona, su tendencia a la megalomanía, la droga del halago ad nauseam (que requiere dosis más fuertes cada día) y otros factores, suelen convertir a un hombre (o mujer) común, en un monstruo de soberbia y de crueldad.  Desde la dirigencia de pequeños organismos agrarios o sindicales, hay quien se encumbra a niveles insospechados de poder y corrupción.  Ejemplos sobran.  Pocos son capaces de resistir a este sofisticado sortilegio.

El absolutista no tolera la crítica, extiende la ramificación de sus controles a las estructuras del Estado (medios, redes sociales, partidos políticos, iglesias, banca, universidades, etcétera).  En su camino hacia el poder, defiende las libertades pero, si llega, se convierte en enemigo de ellas, en aras de una República amorosa, de orden y progreso.

El aprendiz de mesías es capaz de renegar de las instituciones que aspira a gobernar, se erige en defensor de los derechos humanos y ataca a las fuerzas armadas, aunque cuando le piden pruebas se asusta y pide perdón.

Hay un dicho militar, que dice: “todo soldado, lleva en su mochila el bastón de mariscal”.  En la vida civil y política, todo jefe trae en su ADN, la personalidad de un dictador.

En la burocracia, “jefear” es un “modito” que se acaba con el sexenio

Marzo, 2017.

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