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El amor nos hará inmortales

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LAGUNA DE VOCES

Es el tiempo que vence todo y empieza a mostrarnos que después de tantos caminos que se presentaron para ir de un lado a otro, al final del día solo queda uno, constante y decisivo: vivir. Vivir con el ánimo de construir la pequeña casa de nuestra existencia donde solo puede caber el amor al que tantas vueltas le dábamos.
    Porque en el universo que alguna vez pensamos entender, una pequeña lucecita acaba guiándonos. Diminuta, a veces opacada por la necedad de creer en la inmortalidad común, se mantiene a la mano para otorgarnos esperanza a cada rato, es decir las veces que nos caemos y pensamos que todo estaba perdido.
    Nos hacemos de años y un día cualquiera aceptamos que nunca volveremos a ver a quienes nos acompañaron en el camino que deseábamos durara y durara hasta perderse en el infinito. No es así, nunca ha sido así.
    Ser finitos, con fecha exacta para concluir la aventura de vivir, permite cuando ya grandes, atesorar como algo único y valioso, la última plática con el amigo muerto, el adiós definitivo con quienes dieron sentido al eterno ceremonial de los adioses. Empezamos una noche, madrugada o amaneces con el llanto de recién nacidos. Acabamos a veces sin darnos cuenta si era llegado el  momento de irnos.
    Probablemente sea la mejor posibilidad esa de partir sin dejar recados póstumos, sin arrepentirnos de nada porque no hubo tiempo, sin abrir los ojos al espanto de la muerte, sin llanto de por medio, sin nada que atara la eternidad al espacio tan pequeño en que edificamos la vida simple, rutinaria, pero vida nuestra.
    Siempre he de creer que al último suspiro sigue una aventura vital, única, sin testimonios de aventurero alguno porque no existen. Y es el instante que define todo, incluso el terrenal paso por lo que se nos hizo costumbre.
    Por eso cada vez que enterramos a un difunto es la preparación obligada de los que se tendrán que ir.
    Alguien me dijo que la mejor forma de despedir al que llevamos en hombros a su última morada, es decirle con gusto, con ánimo: “¡Buen viaje!”.
    Y así debe decir, porque quien lo dice es un hombre sabio, tal vez el más sabio que haya conocido en mi vida.
    “¡Buen viaje!”, porque todo empieza.
    No se diga que nos encuentra desprevenidos, porque cada hora, segundo, día entero, hacemos maletas de recuerdos por si en una de ésas somos los que suspiren y dejen simplemente que el corazón se apague, lentamente, casi con ternura, casi con amor.
    Vivir es un gusto sin duda, morir también porque da pie al viaje más anhelado en el que los recuerdos habrán de acompañarnos, y vestirán el nuevo universo que solo los ojos del alma puede ver. El alma existe, se pasea entre los dolientes, los abraza, les cuenta que donde algún día todos llegarán, las oportunidades se multiplicarán y en esos lugares solo habrá de contar el amor que lograron derramar entre quienes por asuntos de sangre o de amistad los acompañaron.
    Pasa el tiempo, eso es tan definitivo y claro como que unos caminan a pasitos en la cuesta del panteón municipal, otros reflejan el sol en la calva, muchos en el pelo blanco.
    La vida termina cuando deja de existir el amor, y como el amor sobra entre la gente buena, entonces se puede tener la certeza absoluta que, después de todo y tantas dudas, somos inmortales.
    Eso es, somos inmortales.

Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
twitter: @JavierEPeralta

CITA:
Probablemente sea la mejor posibilidad esa de partir sin dejar recados póstumos, sin arrepentirnos de nada porque no hubo tiempo, sin abrir los ojos al espanto de la muerte, sin llanto de por medio, sin nada que atara la eternidad al espacio tan pequeño en que edificamos la vida simple, rutinaria, pero vida nuestra.