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Monterrey: volver a la palabra

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LAGUNA DE VOCES

La muerte tiene un rostro que solo puede ser apreciado con claridad cuando suceden hechos como los registrados la mañana de ayer en Monterrey. En este caso el niño de 12 años asumió en su terrible tristeza, el destino mismo para disparar en contra de persona con las que diariamente había convivido, que conocía de nombre y probablemente alguno fuera su amigo.
    Ayer mismo muchos se apuraban a colocarle un sinnúmero de nombres al motivo que lo llevó a ser protagonista de una tragedia tan sin razón para los que ven de fuera, tan imposible de evitar para él, que finalmente se disparó al cuello y por la tarde murió.
    Las mismas dichosas “redes sociales” se llenaron de comentarios como siempre sucede; del video que quién sabe cómo llegó a esos lugares; de estudiosos de la mente que barajaron una y otra explicación; de los que opinaron las estupideces que acostumbran, de los que acusaron y lincharon; los que perdonaron y oraron, los que lloraron y siguieron con su vida. De todos y de nadie, porque los espacios cibernéticos son eso, tierra de nadie, como no sea de fantasmas que se aparecen la mayoría de las veces sin nombre real, sin cara, sin, de nuevo, nada.
    Algo me dice que cada día estamos más solos que antes, que sumar cientos y cientos de seguidores en la cuenta de twitter es igual a la soledad que padecemos, y entre más grande la cantidad, más terrible el mirarse al espejo en las noches y saludar al que poco a poco se convierte en el Ulises de Homero que revienta el único ojo del cíclope, luego de asegurarle que su nombre es “Nadie”.
    Somos “Nadie” en estas nuevas prisiones que construimos con tanto ahínco y gusto, que nada nos espanta si miramos el video del que vuela luego de chocar un auto y se hace pedazos la cabeza en el piso; del que asesina y corre; del que arrasa una comunidad con bombas. Somos “Nadie” desde que asistimos como jueces con caritas que aprueban o desaprueban, con manitas que levantan o bajan el dedo para aprobar o festejar.
    Hechos “Nadie”, lógico es que hayamos perdido la capacidad de sorpresa, de indignación, de tristeza, pero sobre todo de amar, porque ese es un elemento que solo existe entre las persona que se ven, que se tocan, que se abrazan, que comparten el dolor simple y elemental de perder a un ser querido, y platican que con todo y que la vida es un eterno partir, siempre duele, siempre lastima.
    Y la realidad es que el niño que balaceó a sus compañeros y maestra en una escuela de Monterrey se fue con una soledad inmensa, absoluta, igual a la de los que no dejamos pasar un minuto sin revisar si en el “face book” alguien cambió algo por quién sabe qué razón de curiosidad malsana.
    Algo me dice que tirar a un lado la palabra como eje central de comunicación para sustituirla por mensajes, por palomitas, por monigotes que cierran un ojo, nos dejó mal parados, y si no hacemos algo acabaremos mudos. Y mudos significa no articular palabra, no reinventarnos, no guardar la memoria de nuestros muertos, no consolar con la palabra el dolor de los que pierden un hijo, una esperanza simplemente.
    Ser testigos de todo enferma. Y de pronto un día nos despertamos con la buena nueva de que podíamos ver y volver a ver cada uno de los hechos que suceden en cualquier parte del mundo, porque no hay persona que no cargue celular y no decida desenfundar el aparato a la menor provocación para grabar y subirlo, y exhibirlo, y festejar por ser el primero en hacerlo.
    La vida misma pierde sentido cuando no hay espacios reservados al misterio, a la explicación imposible, a la posibilidad de que en ese justo lugar donde no llega nadie, de pronto surja la rotunda y absoluta verdad de que somos algo más que simples pasajeros en un tren sin rumbo; de que hay una estación reservada para cada uno, con rostros y palabras que nos esperan para sabernos, por toda la eternidad, humanos, simplemente humanos.

Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historico
twitter: @JavierEPeralta

CITA:
Las mismas dichosas “redes sociales” se llenaron de comentarios como siempre sucede; del video que quién sabe cómo llegó a esos lugares; de estudiosos de la mente que barajaron una y otra explicación; de los que opinaron las estupideces que acostumbran, de los que acusaron y lincharon; los que perdonaron y oraron, los que lloraron y siguieron con su vida. De todos y de nadie, porque los espacios cibernéticos son eso, tierra de nadie, como no sea de fantasmas que se aparecen la mayoría de las veces sin nombre real, sin cara, sin, de nuevo, nada.