De los grandes hombres

Terlenka

Es posible que ustedes, lectores, no lo crean, pero el dolor es una de las sensaciones o ideas más difíciles y complejas de definir

“Ah, la felicidad busca la luz, por eso juzgamos que el mundo es alegre; pero el dolor se esconde en la soledad, por eso juzgamos que el dolor no existe.” El párrafo anterior, abierto en las hojas de Bartleby, la obra de Herman Melville publicada en 1856, me anima a comenzar este altercado escrito y a reafirmar unas cuantas certezas que me son indispensables para vivir.
Es posible que ustedes, lectores, no lo crean, pero el dolor es una de las sensaciones o ideas más difíciles y complejas de definir. Se trata de un verdadero y vigente asunto filosófico al que los hombres sabios y la academia —no necesariamente reunidos— le han dedicado una constante reflexión.
¿Quién podría ser capaz de asegurar que el dolor no existe? Melville lo hizo en el párrafo que acabo de citar. Él sabía que el dolor se esconde en la soledad y no intentó discernir acerca del problema “mente-cuerpo” que ha preocupado tanto a los filósofos desde Descartes y Locke hasta Gilbert Ryle y Richard Rorty en el siglo veinte.
A Melville le bastó la literatura y su propia experiencia para conocer, saber y dejar una huella, casi un hálito, en la sensibilidad de sus lectores.
Convencerme, una vez más, de que en la actualidad somos enanos en hombros de gigantes es sencillo. Lo creo en verdad, y aunque he leído y disfrutado Hombres representativos —las conferencias que en 1847 dictó en Inglaterra R. W. Emerson, uno de los ensayistas más delicados, profundos e imaginativos que he tenido la fortuna de leer— abomino la loa a los grandes hombres, a los héroes y a los genios que, supuestamente, florecen en determinadas épocas y transforman o modifican el cauce de las cosas del mundo.
Cuando intento imaginarme qué dejaría atrás para hacer más habitable el siglo XXI, cuyas aberraciones han comenzado a mostrarse, tiendo a ser un tanto abstracto y a afirmar, sin más, que no necesitamos genios arrogantes y venerados, grandes hombres que nos guíen por el camino del ser sociable, ni mucho menos héroes de la publicidad, el cine, la política o las letras que nos sirvan de ejemplo.
Para vivir bien civilmente hace falta tan sólo un poco de conversación y preocupación por el otro.
No en vano me he referido a Bartleby, ese símbolo literario de la renuncia y el desprendimiento que, después, otros escritores como Kafka o Robert Walser, tornaron más profundo y extendido.
Una dosis de ascetismo, humildad y conocimiento de la historia del pensamiento humano nos pondría en nuestro lugar, minúsculo por demás, y nos impediría hacer más daño del que estamos acostumbrados a causar al vecino.
Y mi fobia al genio y a la veneración de la grandeza se atenuaría si los seres humanos lográramos dejar atrás lo que Heidegger llamó en su obra “Ser y tiempo” la “avidez de novedades”, y que no es más que esa adicción contemporánea a la novedad brutal —sobre todo, tecnológica— y al hecho de creer, sin dudar, que uno añade algo nuevo al mundo.
Carajo, si no somos más que un montón de pulgas mal organizadas, chancros que, si tienen fortuna, permanecerán en un lugar más de lo debido. Encuentro en estos deseos vehementes y lapidarios reminiscencias del pensamiento y ánimo amargo de E. M. Cioran quien, en “La caída del tiempo”, escribió: “La única concesión que podemos hacerle a los otros es decepcionarlos”; para en seguida preguntarse: “¿Hay algo más funesto que una sobreabundancia de cualidades, que un amontonamiento de méritos?”
Si hubiera yo elegido, de manera más concreta, los hechos y objetos que abandonaría para aligerar la habitación del presente, mi lista sería muy larga y todavía más romántica.
No nos hace falta que la publicidad nos sepulte de metáforas: quien vende cosas no tiene derecho a socavar la veta “poética” y a engañar a los incautos.
También exiliaría del futuro a los hombres exageradamente ricos a los que considero una malformación de la prudencia, de la inteligencia humana, y una pedrada a la Frónesis y a la mesura, un corto circuito y una muestra de cinismo barato el cual, finalmente, resulta ser una pesada carga sobre la espalda de quienes democráticamente creen ser sus iguales. Lenta y malvada ironía.
Termino esta fugaz exaltación recordando las primeras páginas de una bella novela, “Trenes rigurosamente vigilados”, del escritor checoslovaco Bohumil Hrabal (Brno, 1914).
En ella, el personaje central relata que cuando los tanques alemanes estaban a punto de entrar a Praga para invadirla, su abuelo, hipnotizador que llegó a trabajar en modestos circos de pueblo, decidió enfrentar a los alemanes e intentó detenerlos parándose a mitad de la carretera; y aunque en un principio logró detener la hilera de acorazados teutones, éstos, recuperados de la sorpresa, pasaron sobre él, y la cabeza del hipnotizador quedó desprendida del cuerpo y enredada entre las orugas férreas de los vehículos metálicos. Cito este pasaje porque, algunas personas estamos condenadas a perecer entre los fierros y ruedas de una maquinaria inevitable que ahora lleva el nombre de “globalización económica”. Nuestra cabeza desprendida del cuerpo, llegará a los pies de ustedes cuando menos lo esperen.
¿QUIÉN PODRÍA SER CAPAZ DE ASEGURAR QUE EL DOLOR NO EXISTE? MELVILLE LO HIZO EN EL PÁRRAFO QUE ACABO DE CITAR. ÉL SABÍA QUE EL DOLOR SE ESCONDE EN LA SOLEDAD Y NO INTENTÓ DISCERNIR ACERCA DEL PROBLEMA “MENTE-CUERPO” QUE HA PREOCUPADO TANTO A LOS FILÓSOFOS DESDE DESCARTES Y LOCKE HASTA GILBERT RYLE Y RICHARD RORTY EN EL SIGLO VEINTE

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