LAGUNA DE VOCES
El mar nunca azotará el cielo pachuqueño, pero sí el de tierra, de mineral que se cuela por todos lados en estos días de viento seco, sin asomo de lluvia, y una desesperante sensación de que al arder ya de noche el horizonte, de colores naranjas encendidos, algo se aparezca cerca de los cerros que circundan la ciudad de nombre Bella Airosa. Algo que, de una vez por todas, ponga en su justa dimensión las preocupaciones que se hacen remolinos, absurdos, porque nos extrañamos de que ya nada nos sorprende, cuando decidimos no darle tiempo para mirar un poco más allá de la tolvanera y descubrir que, después de todo, algo brilla en lontananza, incapaz de avisarnos de su existencia, porque los ojos solo tienen tiempo y curia, para lo que está frente a sus narices. Y como solo una pantalla de celular es la que cargamos día y noche, ya es imposible admirar la llamarada donde termina el día.
No, aquí no llegará el mar, aunque sí el calor, que pasadas las ocho de la noche apenas bajó a los 18 grados. A más tardar lloverá el viernes, que es santo y que nos hace evocar las últimas horas del Nazareno en la cruz. Nos invita a pensar por un momento que, a lo mejor, después de todo, la vida es algo más allá de vivir y luego morirnos.
Pero si no hay, ni nunca habrá mar, entonces el milagro será caminar sobre la capa de tierra que se estaciona en medio del atardecer, y puede que entonces se antoje algo mágico a los luceros, que, por encima de todo, salen en las noches de primavera, para convertir la tierra en neblina, la neblina en lluvia, la lluvia en vida; en respiro para tantas plantas y árboles muertos.
Afuera, no, adentro de ese terregal, hay campañas políticas, golpes de todos contra todos, más duros en el partido hoy poderoso, porque el poder es el poder, y un pedazo de ese don que enciende la soberbia, es buscado por todos: los que ya son candidatos, los que nunca lo serán, los que lloran y maldicen porque habían prometido cumplimento de sueños y caprichos, nadamás que llegaran, nadamás que desembarcaran en esa isla única de la fantasía.
La tolvanera permite no mirarlos, no llegar al hartazgo de una historia que se repite hasta la saciedad, pero que es la única conocida para que no acabemos por matarnos todos, de frente y a traición, y terminar, como siempre, acongojados y arrepentidos porque sin políticos que hagan de políticos, una sociedad está condenada a la extinción.
Así que mire, admire la tarde polvorienta, pero espérese, sea paciente, y descubra como empieza a arder el cielo a punto de que caiga la oscuridad. Y arder es textual, porque el cielo se incendia, se convierte en zarza ardiente, a la que solo le falta hablar para dictarnos, una vez más, los mandamientos, y en una de esas, empezamos el largo peregrinar para buscar una nueva tierra prometida, siempre llena de arena, de tierra, de malos presagios, de realidades que nunca cambian.
Asómese en las tardes terregosas al cielo. Tarde o temprano mirará arder cada nube, cada pedazo de firmamento.
Y con eso ya habrá valido el día, porque además es Semana Mayor, y nunca es tarde para preguntarse si atrás de esas nubes en llamas, podrá mirarse el camino a otra realidad, es decir a la primera que siempre conocimos, y que siempre extrañamos.
Mil gracias, hasta mañana.
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