Esa maldita nostalgia que nunca que se fue 

Esa maldita nostalgia que nunca que se fue 
Photo Credit To Ilustrativa

Como si fuera un río, el tiempo se lleva la hojarasca del amor, pule las piedras del conocimiento y arrastra las células hasta reducirnos a polvo, cenizas y huesos que terminan siendo nada. Así es la muerte, un silencio después del tremendo ruido que es la vida. De las fiestas y risas, de las amarguras y llanto. Y aunque parezca contradictorio así fue con la tia Bere, a quien un día le llegó la nostalgia que la mató estando viva. 

No fue la muerte  del tío Toto, como le decíamos en casa. Tampoco tuvo tanta pena cuando a la abuela le dieron tres meses de vida y se fue pasando una semana. Dicen que cuando la tragedia llega, siempre viene acompañada. Y con los funerales así fue. A partir de  ese año y poco a poco como un riachuelo de agua tranquila la muerte se metió en casa, y se llevó todo, menos la nostalgia albergada en las pupilas de mi tía Bere.

Nunca dejó de comer, pero los alimentos ya no le sabían, era una autómata que se mantenía en pie pero sin vida. La mujer del Toto, la señora de la casa grande que se quedó sola tras la muerte de su madre y la muerte de su esposo, la señora de la amargura en el rostro. Aquella que va a misa cada domingo, implorando a un Dios que acabe con el tormento y tome valentía para acabarlo ella misma. 

Fueron cincuenta y cinco años de vida con Toto, pero ha sido una eternidad sin su Efrén, aquel amor que murió con la lejanía, con la distancia, asfixiado entre dos familias que no dejaron que se quisieran. Y nada hubiera pasado si no hubiera sido por aquel hombre que se despidió tras dar el pésame a la viuda en el panteón. Supo que estaba vivo pero también comprendió que era tiempo de dejar morir la esperanza. Y en sus ojos esa maldita nostalgia que nunca se fue…

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