DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

DE LA VIDA Y DE LA MUERTE

FAMILIA POLÍTICA

“No Señor Apache, 

no me mate usted.

No Señor Apache,

pues me va a doler…”

Los Apson Boys

El ser humano es proclive al alarde. El mexicano tiene fama mundial de valiente y de no sentir temor ante la muerte (ente metafísico que se identifica de mil maneras en la imaginaria popular). Se representa como una dama blanca, bellísima, presente en el lecho de los agonizantes; también están La Catrina, la Santa Muerte o cuantas formas quepan en la creatividad de aquél que cree y al creer, crea. 

La petulancia de una persona joven, o no tan vieja, implica decir: “ya me quiero morir”, cuando ni siquiera tiene idea de lo que eso significa. Las experiencias que transmiten aquellos que han estado muertos transitoriamente o muy cerca de ese estado; los relatos que contienen algunos libros, como Vida Después de la Vida, y otros testimonios escritos por quienes tienen estudios de Tanatología a nivel teórico o, en la práctica, sintieron lo que es morir y por alguna razón regresaron.

¡Cuánto poder! ¡Cuánta libertad! ¡Cuánta soberbia!… se experimenta al desdeñar una presencia divina que decrete, en última instancia, cuando una persona dejará de existir por misteriosos dictados del Arcano; por la simple circunstancia de una gripa mal cuidada, o una pequeña lesión que, si se agrava, puede ser una invocación a La Parca, quien si no logra su propósito, frustrada se retira, no sin antes dar su visto bueno a las facturas de clínicas y médicos que son capaces (legalmente) de terminar con las fortunas considerables que los enfermos tienen, antes de caer en sus profesionales garras que son manos sabias, expertas. Viven de lo que saben y viven bien.

Parece verosímil y es verdad, que cualquier ser humano por poderoso que se sienta o sea, cuando está en pleno dominio de su vida o de sus facultades, escucha las noticias de personas que ya se fueron o que están a punto de irse, lo hace demostrando verdadero o conveniente pesar. En la vida real, no puede evitarse la palabra mordaz o el juego malévolo en torno a la muerte reciente, pasada o próxima, aún de nuestros amigos.

Decía Chava Flores: “Cuando vivía el infeliz, ya que se muera. Hoy que ya está en el veliz, ¡qué bueno era!”. Son las leyes de la vida y de la muerte, en el humor negro de un compositor mexicano.

Desde el punto de vista racional, nacer y morir son dos fenómenos involuntarios; el primero causa júbilo y esperanza; está lleno de futuro; en cambio, la segunda: penas, dolor, desesperanza… en un mundo como el nuestro, hay nacimientos que causan angustia, pues se dan en el seno de familias tan pobres, que lo más probable es que aporten a la sociedad nuevos cuadros de paupérrimos sujetos sin aspiraciones, sin oportunidades, sin futuro. Salvo honrosas, muy honrosas excepciones.

Nacer, es empezar a morir, afirmaba Théophile Gautier. El Doctor Ángel Sigler (QEPD) decía que en el nacimiento, todo ser humano adquiere un boleto solamente de ida, en el tren que viaja al infinito; cada día nos acercamos más al momento de la partida, tarde o temprano habremos de llegar; “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar, que es el morir” escribía Jorge Manrique en Las Coplas a la Muerte de su Padre; “¡Ven, dame un beso, Pelona! Que ando huérfano de amores”; “No le temo a la muerte, más le temo a la vida…”, dice con profunda filosofía una canción de José Alfredo, que sabe mejor aderezada con tequila.

El lunes 13 de noviembre, justo el día en que cumplía setenta y seis años, una fuerte hemorragia nasal me agobiaba, sin explicación aparente. Parecía un derrame de litros y litros; el rojo fluido emanaba sin amainar, lo cual obligó a mi familia a trasladarme con urgencia a un conocido hospital en la ciudad. Después de realizarme todo tipo de estudios e intentos inútiles de curación sin necesidad de cirugía, un grupo de jóvenes médicos y técnicos decidieron que tenía que pasar a la sala de operaciones, pues la lesión estaba muy cerca del cerebro, órgano al cual podría afectar si no se hacía la terapia de una manera profesional y oportuna. Así, después de dolorosísimos intentos por retener el brutal flujo de sangre, al dificultarse el ingreso al quirófano por elevadísimas manifestaciones de la presión arterial y de la glucosa; con paciencia y suministro de medicamentos, esperaron a crear las condiciones para proceder sin los graves riesgos que podrían traer consigo la tardanza o la falta de atención.

Al respecto, no puedo decir mucho, porque caí dormido como un bebé. Cuatro horas después me despertaron profundos dolores y los cuidados de mi esposa y de mi hija (las dos Rocíos) que, llenas de angustia, jamás se separaron de mi lado y estaban en constante atención de que nada me faltara o se olvidara algún medicamento. 

Ya pasaron más de tres semanas y digo a mis amigos, parientes y a quienes por circunstancias me escucharon decir alguna vez: “ya me quiero morir”, que me arrepiento de todo corazón por haber expresado tal blasfemia. Pensé que el camino de la muerte era terso y hasta placentero; ahora me doy cuenta de que está lleno de dolor para quien lo transita y para quienes lo rodean. 

Al despertar del sueño artificial, encontré que mis esferas de ubicación estaban en caos; no sabía dónde estaba, la clínica era para mí era un lugar desconocido. Después, al llegar a mi casa, tampoco la reconocía; era como flotar en aires de irrealidad: con dolores por todo el cuerpo y fundado temor de recaer. Sin comer durante varios días y con la amenaza de que una semana después, el joven otorrino que me operó, me dio cita para quitarme de la nariz el último tapón; difícil por la profundidad de su ubicación, cercana al cerebro. No sé gran cosa en materia de medicina, pero el propio profesionista comentó con mi hija, que faltó poco para que se lastimaran partes estratégicas, lo cual podría ocasionarme graves daños, e incluso la muerte.

Hay mucho que hacer aún: está Rocío grande, quien difícilmente se resignaría; mis dos hijos varones, quienes aparentemente ya no me necesitan; mi hija, la Notaria, firme, valiente, autosuficiente, aunque vulnerable ante la potencial ausencia de su padre. Pero lo que más me dolería, sería el abandono de mi nieto; el pequeño Jorge Ángel, quien anda por Las Uropas perfeccionando su dominio de otros idiomas, antes de estudiar formalmente la Licenciatura en Derecho, su anunciada vocación.

Ya lo he dicho y es de lo único que no puedo arrepentirme: “No le tengo miedo a la muerte, si no a que llegue con tormento físico”. Mi umbral de resistencia en este sentido es demasiado bajo. Poco soporto el dolor, soy altamente sensible al sufrimiento. O lo que es lo mismo: bienvenida la muerte, si ésta se presenta en forma indolora y en el momento oportuno. Pero como “Dios no cumple antojos ni endereza jorobados”… La función debe continuar con optimismo, hasta que se extinga el último aplauso.

Ya sé que es mucho exigir, pero C’est la vié.

Related posts