RELATOS DE VIDA
Sus llantos sugerían el permanente sufrimiento, durante el día aclamaba auxilio para cambiar las condiciones en las que vivía, que por sus lamentos referían ser deprimentes, deplorables, imposibles para continuar con su existencia.
Fue difícil ubicar el origen de esa voz lastimera, por un momento llegué a pensar en algo descabellado, un alma en pena, un espíritu que se quedó atorado en este mundo y desconocía su destino final.
Semanas después consideré la posibilidad de que los gemidos de dolor provenían de un apartamento del edificio, sin embargo haciendo un pase de lista, conocía a todos los vecinos y a ninguno de ellos le sabía algún antecedente de violencia, maltrato o depresión.
El tiempo pasaba, y aunque ya no estaba tan aferrado en descifrar la incógnita, el tema no salía de mi cabeza; de dos cosas estaba seguro, la primera, que este ente o ser, aún no confirmaba lo que era, estaba sufriendo; y la segunda se aferraba y mantenía la esperanza de tener una vida mejor.
Un mes después, al subir a la azotea de mi edificio para colgar la ropa que había lavado, me percaté que el llanto se encontraba cerca, me adentré en cada una de las jaulas que tienen los inquilinos para poner a secar su ropa o guardar pertenencias, con el firme propósito de descifrar el enigma, sin embargo no encontré, ni siquiera indicios.
Tomando aire, como un ejercicio de descanso por la investigación fallida, observé al edificio de enfrente y a lo lejos alcancé a ver una silueta que daba vueltas, dentro de una jaula similar en donde colgué mi ropa.
Con paso acelerado baje a mi hogar, tomé los binoculares y regresé con el mismo ritmo hacia lo alto de la construcción en donde habito desde hace más de cinco años, dirigí mi vista hacia la edificación de enfrente, y por fin descubrí el proceder del llanto.
En ese instante, mi estado de ánimo cambió, de regocijo por haber encontrado lo que por mucho tiempo busqué, a enojo y frustración; en verdad sus condiciones eran deprimentes, deplorables, inhumanas, no era suficiente tenerlo preso, sino que además tampoco contaba con un techo para protegerse de las inclemencias del tiempo, estaba solo, abandonado.
No resistí la impresión, ni la injusticia, llamé a las autoridades, proporcioné datos y dirección, bajé hasta la entrada del lugar de los hechos, esperé con impaciencia durante un lapso de 20 minutos; las torretas anunciaron su llegada, me presenté y juntos subimos al rescate.
Fui el primero en subir, me paré frente a su celda, lo miré fijamente a los ojos y le anuncié que todo cambiaría; los activistas de la sociedad protectora de animales rompieron el cerrojo, abrieron la puerta y lo animaron a salir; era un labrador dorado de aproximadamente un año, estaba flaco por falta de comida y agua; mientras que sus ojos tenían apariencia de estar hundidos, tristes, por la inexistencia de espacio y compañía.
Con titubeos, se atrevió a salir del único mundo que conocía, comenzaron a darle atención médica, posteriormente lo cargaron para llevarlo a la camioneta, él sabía que por fin su infierno había terminado, y con agradecimiento sólo me observó, mientras que se dejaba ver una pequeña lágrima correr entre su pelaje enmarañado y sucio.