Juanga

Terlenka

Debía correr el año 1995 cuando en mi departamento en la calle San Jerónimo, en el centro de la Ciudad de México, me dediqué, con Yolanda, a organizar fiestas y largos aquelarres que albergaban uno o dos amaneceres. En el aparato de música yo adosaba un letrero visible que rezaba así: “Por favor, relájense, la música está de fondo”.
Lo hacía porque no me convencía la idea de que hubiera un guía de la música, un pinchadiscos o alguien que impusiera su gusto o representara a la breve multitud que acudía a mi casa. Cualquiera podía, si quería, hacer sonar un cd mientras no nos atormentara mucho tiempo con su “música favorita” o sus adicciones sonoras. Tampoco se valía la queja y el berrinche: la música estaba de fondo. Trataba de hacer reales los deseos de John Cage: “Lo que yo quiero es una anarquía práctica y practicable.” De modo que durante una o varias noches mis invitados podían “escuchar” a cualquier grupo o artista, desde Ministry o Koda in the Nursery, hasta Cuco Sánchez y boleros cubanos. ¿Que si llegaron a sonar allí las composiciones y la voz de Juan Gabriel? Seguramente, si vivíamos en México entonces la presencia del compositor y cantante nacido en Parácuaro en 1950 era casi omnipresente, y él mismo significaba ya la constancia de una ciudadanía.
Siendo yo un niño y pese a la afición de mi madre por la Sonora Matancera, Olga Guillot o Álvaro Carrillo, sumada a su natural rechazo a las baladas, la voz y figura de Juan Gabriel comenzó, durante los años setenta, a entrometerse en las casas de cualquier clase social y a imponerse en el ánimo melodramático mexicano: “Me pregunta que hasta cuando nos iremos a casar / y yo le contesto que soy pobre que me tiene que esperar.” Aquel joven simpático, humilde, afectado de un sentimiento primitivo y contagioso, y dotado de una claridad y sencillez singulares para narrar el sufrimiento o el gozo humanos, se transmutó a lo largo de varias décadas en el responsable de varios himnos populares e indispensables en la fiesta de los mexicanos. Él, José José y José Alfredo Jiménez convirtieron las cantinas en guarderías de niños llorones e indefensos, y Juan Gabriel se tornó monumento público, diana cazadora y clima constante. ¿Quién se atrevería a dar juicios acerca de lo que es y existe ya por antonomasia en el vientre público? Sólo los necios. Les parecerá estridente, pero permítanme citar al filósofo nacido en Danzig para reafirmar mis palabras: “Todo querer surge de la necesidad, o sea, de la carencia y, por lo tanto, de un sufrimiento. Los apetitos duran mucho y las exigencias tienden al infinito, mientras que la satisfacción es breve y se dosifica con escasez.” Y también: “El artista nos permite mirar al mundo a través de sus ojos.” Estas afirmaciones que, sin ningún esfuerzo, podrían adjudicarse a Juan Gabriel y a cualquier romántico sin estudios, me indican también, puesto que las confirmo, que el compositor popular es también y en buena medida la atmósfera civil y el entorno, la casa pública y el suelo que uno pisa; “pero qué necesidad, ay, para qué tanto problema”, al fin y al cabo no se le va a enmendar la página al artista; ¿quién es tan arrogante para hacerlo? He escrito que Juan Gabriel puso al machismo mexicano de su parte y lo mismo entonaban sus canciones los homófobos que los travestis disfrazados de Rocío Durcal o Daniela Romo: las paredes que contienen el paso de nuestras pulsiones primarias, de nuestras pasiones más descaradas, son de papel y hasta una sombra es capaz atravesarlas. Juan Gabriel no tuvo necesidad de entrar o salir de ninguna definición sexual: en cambio ¿a cuantos “liberados” desagradables no volvería yo a meter al closet? Hace unos días expresé en una breve entrevista al periódico francés Le Monde lo siguiente: “Juan Gabriel puso en entredicho los límites rígidos entre las distintas clases sociales. Lo escucharon y aplaudieron los conservadores y los libertinos, los anarquistas y los religiosos, los ricos y los desgraciados. A él se le permitió todo (excepto alguna vez que fue arrestado por no pagar impuestos). La picardía y la pobreza, la infancia difícil y el hecho de transformar su exhibición homosexual en una fiesta privada y popular al mismo tiempo, lo llevaron a ser un ídolo dentro de este país diezmado por sus instituciones corruptas y por la hipocresía burguesa. La mayoría de los mexicanos, incluso los más conservadores apreciaron la libertad con la que se conducía. Siendo ya famoso y refiriéndose a su escapatoria de un internado a los trece años, Juan Gabriel comentó: Ya no aguanté. La libertad es un deber, por eso me salí de allí. Y Carlos Monsiváis (en su libro Escenas de pudor y liviandad) llegó a escribir: A Juan Gabriel nada le ha sido fácil, salvo el éxito.”
Hoy Alberto Aguilera, el más pequeño de diez hermanos, el recluso —a sus 21 años—de Lecumberri, el otrora vendedor de burritas y artesanías, este outsider privilegiado, ha muerto y su funeral es alegre, triste y genuino. A mí me pesa en algo su muerte. Sé que sus obras filantrópicas fueron actos frívolos, íntimos y gestuales si se les mira desde el seno de una sociedad empobrecida: el balneario donado a Parácuaro, o la escuela internado que fundó en Ciudad Juárez para albergue de los míticos juangabrieles desposeídos; también sé que abominaba de la literatura y alguna vez declaró que no le gustaba leer, pero qué le vamos a hacer. Así es y así fue: Jesus Built My Hotrod. Recuerdo que a mitad de los años ochenta vino a México, Manolo Campoamor, uno de los fundadores e integrantes del grupo punk español Kaka de Luxe. Fuimos juntos a varios antros y lo guié un poco por la Ciudad de México, estuvimos en el Barba Azul, en el LUCC, en varias cantinas de toda ralea, y más de una vez escuchamos a Juan Gabriel. Y lo disfrutamos: lo que es genuino siempre tiene un lugar.

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