
LAGUNA DE VOCES
En muchos casos el hombre camina porque no hay otra forma de mantenerse vivo. Si decidiera parar y sentarse en la banqueta del camellón, sabe que moriría de manera irremediable porque, igual que los perros, empezaría a corretear un automóvil para tratar de mirar cómo pasa vertiginoso el tiempo en los tapones cromados de las llantas y, siempre así resulta, acabaría atropellado por eso que lamenta con creces haber aceptado, que es vivir.
Por eso camina más y más aprisa, desde aquel año en que fue aniquilado en la sociedad donde vivía, fruto de lo que él llamó, la venganza de unas personas que ni siquiera sabía que lo odiaban. Da lo mismo a estas alturas, y regresar ni hablar, no solo porque olvidó el camino de retorno, sí en cambio sabe que, después de diez años alejado de todo eso que le martillea en la cabeza, no hay quién lo recuerde, su familia lo enterró desde ese entonces, porque convenía más difunto que vivo; quien acabó su existencia pasa de la tercera edad. En fin, el escenario completo acabó en ruinas, igual que él, igual que todos.
Así que camina aprisa, pasa como hálito de los dioses en una ciudad, a veces grande, otra pequeña; admira los camellones, que es por donde se protege de estos tiempos de peligro, conoce cada movimiento de la luna, el sol, las estrellas, y de alguna forma se ha hecho experto en el arte de leer el futuro en la bóveda oscura de la noche.
Todos sabemos que, de poder, nos echaríamos a caminar, tal vez incluso a correr, por el mundo, primero en suelo patrio, luego salir, ir más y más allá, donde nadie tiene nombre ni historia. Donde por fin, sin ninguna identificación que nos presente o denuncie, podemos ser parte de un todo que funciona a la perfección. Cuando todos son alguien, pero nadie, se hacen posibles hasta los imposibles.
De tal modo que a diez años de todo aquello, se mira las manos quemadas por el sol, y descubre que poco a poco, han desaparecido esas rayas que en un principio indicaban extensión de su vida, fecha casi exacta de muerte, y número de los integrantes de su familia. Se han borrado igual que él, igual que todos estos años en que ha caminado sin dirección alguna, pero sin repetir sus pasos.
Las mañanas, las madrugadas para ser exactos, es cuando piensa en todo lo que perdió por la venganza de una persona, que seguro ni se acuerda de él, porque fue declarado difunto y enterrado. Acepta que perdió mucho, pero también sabe que ganó la libertad, la fascinación por mirar a todos lados, sorprenderse con el principio de la salida del sol, de la noche, y nunca aburrirse, porque está consciente de que cuando eso pase, seguirá con bravura decidida a los autos, mirará los tapones cromados y será, por fin, un muerto que se creyó perro.
Acepta el destino, hasta le gusta, porque llega el momento en que es necesario descansar, para que ya nunca lo persiga el remordimiento, la nostalgia, la rabia porque no haber hecho nada cuando tuvo tiempo.
Ahora, cuando termine el mes o tal vez el año, sabe que tendrá que empezar a despedirse, a decir adiós a todo, y cerrar los ojos, abrazar el viento y el cielo, y morir en paz en un camellón, junto a dos de sus perros, con los que acabó por confundirse.
Mil gracias, hasta mañana.
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