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Olímpica decepción

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Terlenka

El rechazo o desinterés hacia esta desmesurada e innecesaria justa deportiva me resulta normal porque a lo largo de la vida uno cesa de responder a ciertos estímulos y, en cambio, empieza a ser seducido por otra clase de vicios, actos o rutinas

¿En qué bendito momento dejaron de interesarme los Juegos Olímpicos? No tengo idea, pero me imagino que fue un abandono paulatino que tuvo lugar durante la última década del siglo pasado, cuando el ímpetu anarquista y el talante disruptivo y belicoso comenzaron a hacer mella en mí.
El rechazo o desinterés hacia esta desmesurada e innecesaria justa deportiva me resulta normal porque a lo largo de la vida uno cesa de responder a ciertos estímulos y, en cambio, empieza a ser seducido por otra clase de vicios, actos o rutinas. Nadia Comaneci, Mark Spitz, Lasse Virén, Alberto Juantorena, Carl Lewis, Greg Louganis y Marita Koch se tornaron sombras en el mito de mi pasado y dejaron su lugar a escritores y filósofos que despertaron en mí tanto entusiasmo como aquellos. Los escritores ganaron un mal lector y los deportistas perdieron a un buen espectador. Lo contrario, haberme mantenido fiel a mis emociones pasadas, habría sido aterrador: ser una especie de adalid de la coherencia: una misma persona en todo momento. No fue el deporte en sí lo que descarté de manera casi inconsciente, sino el espectáculo de masas, la exhibición indecente de las habilidades, la grandilocuencia y el lucro que se hace del asombro impuesto; no el asombro natural y humano hacia lo que se desconoce o nos conmueve, sino a la manipulación de la sorpresa. Aunada a estas fobias sumaba yo mi rechazo biliar a la competencia ruda y ofensiva. Cada vez que ganaba en alguna clase de competencia o juego en el que se requería de un ganador y de varios derrotados, un residuo de culpa se imponía en mí, además, claro, del goce propio que trae consigo la victoria. Yo no sé cómo tratar a los perdedores y su condición, aún efímera, me causa todavía grandes problemas de moral individual. No inflaba yo el pecho ni me convertía en un globo a punto de reventar lleno de aires de grandeza y satisfacción. Al contrario; no alcanzaba yo a experimentar placer y me daba cuenta de que mi vanidad no podía ser saciada por ningún tipo de éxito. Y pensaba: “¿Qué sentido tiene ganar si de todas formas vamos a morir?” La aspiración del ser insignificante. Al ganar o ser el mejor se escapa uno de un laberinto menor para internarse en uno más amplio y complejo: no se gana la eternidad, pero a cambio de ello la ilusión se torna un sin sabor, las montañas devienen migajas y el cielo desaparece. Toda victoria es un recuerdo de la muerte. Es verdad que el juego es entretenimiento, cultivo de la imaginación y conocimiento de uno mismo y del mundo que lo contiene (Huizinga, Caillois y Wittgenstein, como sabemos, se interesaron en la reflexión sobre lo lúdico y el juego), mas la competencia que se alimenta exclusivamente de vencedores y vencidos es una lamentable constante en la historia. Cualquier teoría que justifique la competencia como una condición inevitable de las relaciones humanas tiene algo de retórica y de interesada, pues si algo he aprendido a lo largo de mis desquiciadas investigaciones empíricas es que el ser humano tiene capacidad de cambiar de dirección y de que no existe ciencia social que lo determine exhaustivamente. Si alguien se propone un objetivo, cualquiera, es evidente que encontrará mejores caminos o resultados que otros para llegar a él; de lo contrario no habría ciencia ni tendría lugar el progreso de las habilidades; y, sin embargo, lo esencial en la ciencia no es la competencia, sino el cambio, la alteridad de sus métodos, sus rodeos especulativos, la perspectiva filosófica, el juego y el descubrimiento inesperado.
Ahora ha llamado mi atención el sentimiento de frustración que se impone en una parte de la sociedad mexicana a causa de que los deportistas pertenecientes a la delegación de su país no han obtenido más que dos o tres medallas en Río de Janeiro. Infame melodrama. No podía esperarse algo diferente, puesto que las federaciones deportivas (como tantos sindicatos y empresas estatales) han sido feudos gobernados durante décadas por dictadores locales que sólo velan por sus intereses y por los de su grupo de allegados. La institución deportiva en México, como tal, carece de fortaleza, de conocimiento de su campo de acción (administrativo, histórico, técnico, ético) y de una legislación adecuada para impedir la corrupción y la burocracia. Son, federaciones e instituciones deportivas, parte de la metástasis de un país que se encuentra en el mismo estado. Los deportistas en los Juegos Olímpicos, ¿a qué país representan? ¿Existe un país que pueda ser representado por ellos? Lo dudo mucho. Mi país, lo he repetido aquí tantas veces, está formado y dispuesto por mis libros, mis amigos, algunos paisajes y barrios, una lengua —el castellano— y también, ¿por qué no?, por algunos funcionarios y políticos honrados que, en México, son la excepción a la regla y poseen una legítima vocación de servir. La decepción a causa de las derrotas olímpicas no tiene lugar, por supuesto. Son los individuos quienes, al sufrir la carencia de representación y de instituciones confiables, al resentir la ausencia de seguridad en sus ciudades y estados, al percatarse de que nada cambiará en el futuro, se retraen y se refugian en el ser individual para convivir con los demás, no por el amor a una patria —ahora administrada por los medios como pretexto para el negocio del entretenimiento—, sino en pos de la supervivencia y en busca de una pausa a la desconfianza endémica que se esparce al lado del odio y el resentimiento.
NO FUE EL DEPORTE EN SÍ LO QUE DESCARTÉ DE MANERA CASI INCONSCIENTE, SINO EL ESPECTÁCULO DE MASAS, LA EXHIBICIÓN INDECENTE DE LAS HABILIDADES, LA GRANDILOCUENCIA Y EL LUCRO QUE SE HACE DEL ASOMBRO IMPUESTO; NO EL ASOMBRO NATURAL Y HUMANO HACIA LO QUE SE DESCONOCE O NOS CONMUEVE, SINO A LA MANIPULACIÓN DE LA SORPRESA