
YURI HERRERA
Para 1853 Benito Juárez ya ha sido juez, diputado y goberna- dor de Oaxaca. Pero todavía está lejos de ser el hombre que encabezará la reforma liberal, primero como ministro y lue- go como presidente, y aún más de ser el hombre terco y vi- sionario que lideró la resistencia contra los invasores fran- ceses y restableció la república. Sin embargo, ya se ha hecho de enemigos, en particular el dictador Santa Anna, que no le perdona que, en 1847, cuando huía de la capital tras el desas- tre de la guerra contra los gringos, Juárez no lo hubiera deja- do entrar a Oaxaca. Así es que ahora, Santa Anna, de nuevo en el poder, lo manda arrestar para enviarlo al exilio.
En su autobiografía Apuntes para mis hijos, Juárez des- cribe en detalle su arresto, el periplo a la prisión de San Juan de Ulúa y el destierro a Europa vía La Habana, donde deci- de quedarse para planear su regreso. A partir de ahí su rela- to se vuelve escueto. Sólo dice: En La Habana «… permane- cí hasta el día 18 de diciembre, que pasé para Nueva Orleans, donde llegué el día 29 del mismo mes».
«Viví en esta ciudad hasta el 20 de junio de 1855 en que salí para Acapulco a prestar mis servicios de campaña…».
No dice ni una sola palabra sobre los casi dieciocho me- ses que estuvo desterrado en Nueva Orleans, ni una, a pesar de que es en ese período que se encontrará con otros exilia- dos y se convertirá en el líder liberal que marcará la vida del país durante las siguientes décadas. Fuera de las mismas dos o tres anécdotas vagas que se mencionan en las biografías, nadie sabe exactamente qué es lo que sucedió.
Es en ese hueco marcado por el punto y aparte donde sucede esta historia. Toda la información sobre la ciudad, los mercados de gente, los mercados de comida, los crímenes diarios, los incendios semanales, puede corroborarse en do- cumentos históricos. Ésta, la historia verdadera, no.
UNO
Lo sacaron a rastras del barco, lo arrojaron por la pasare- la, y cayó frente a ellos, intentó levantarse, pero los de pla- ca lo redujeron a garrotazos, que el hombre no detenía por- que atesoraba con ambas manos algo contra su pecho. Uno de los que lo atormentaban dijo Suelta, no sabían la lengua,
pero eso le estaba diciendo, ¡Suelta!, gritó el que pare- cía el jefe, y luego lo insultó, no conocían la palabra, pe- ro conocían el lenguaje del odio. El hombre no soltaba, hasta que tres plaqueados le jalaron un brazo y tres
el otro, el objeto cayó y se abrió en el suelo, el jefe lo recogió y, aunque sin duda había tenido antes objetos como ése en sus manos, se quedó atónito al ver que era una brújula.
Durante el momento de congelación en que los plaqueados miraban al je- fe y el jefe miraba la brújula y el hombre miraba al jefe con la brújula en las manos y nadie sabía qué hacer, él alcanzó a ver el tatuaje en la espalda del hombre, a la
altura del omóplato, el glifo de un pájaro caminando en una dirección mientras mira en la otra.
El tiempo se descongeló, el jefe cerró la brújula, se dio media vuelta y echó a andar; sus plaqueados levantaron al hombre sólo para volver a arrastrarlo, como a una bestia, y desaparecieron entre la gente.
Luego, todo se encendió: las cruces elevando los barcos de vela, las lanchas cargadas de heno y carbón, el algodón, tan- to algodón, cientos y cientos y cientos de pacas de algodón, las montañas de verdura descargada, el olor a verdura fresca, el olor a verdura podrida, la promiscuidad de voces incom- prensibles, el trajín de la gente, el olor del trajín de la gente; a la izquierda, el agua oscura espolvoreada de luces; las luces opacas de las farolas al frente; las luces titilantes de la ciudad a la derecha.
Se dejaron tambalear por los estibadores y por
los hombres que empezaron a rodearlos y a ofrecerles cosas y a señalar en distintas direcciones.
Se inclinó hacia Pepe y le gritó al oído si tenía la direc- ción. Pepe lo miró desolado. Cuál era, cuál era. Era un hotel. Mata les había mandado decir que los esperaría en un hotel. Un hotel con el nombre de una ciudad. O de un estado.
O era el nombre de una persona. Era algo con ce.
–¿Hotel Chicago? –gritó a la oreja de Pepe. Pepe entrecerró los ojos.
–¿Hotel Cleveland?
Pepe dubitó, no negó, nomás dubitó.
–¿Hotel Cincinnati?
Pepe abrió mucho los ojos y lo miró con admira- ción.
–Hotel Cincinnati –dijo. Aunque las voces a su
alrededor eran una maraña innavegable de ruidos, uno de los gritones que los aco- saba dijo, cariluminado:
–Hotel Cincinnati –Se señaló el pecho con un de- do–. Hotel Cincinnati.
Y les indicó que lo si- guieran.
Él se encogió de hom- bros, le dijo a Pepe Vamos, y la ciudad los sorbió como una esponja.
El hombre caminaba con prisa pero echando ojeadas para asegurarse de que Pe- pe y él lo seguían; al bajar del levee y entrar a la ciu- dad-ciudad propiamente dicha, menos congestiona- da pero lodosa, el guía co- menzó a caminar más lento, hasta que se detuvo del to- do, chifló sin dirección cla- ra y de un callejón salió un muchachito al que el guía le dio instrucciones haciendo el signo universal de la cali- grafía, y el muchachito salió corriendo. El guía se volvió hacia ellos, levantó un pul- gar con aire triunfante y si- guió caminando.
Se detuvo frente a una casa con una antorcha so- bre la puerta. Exánime, les ofreció con gesto señorial el quicio cuadrado y estrecho, cual si fuera el portón de un palacio. Al lado, un pedazo de tela que decía Hotel Cincinnati.
Entraron uno por uno; adentro el muchachito aún sostenía un martillo en una mano y un pedazo de tela en la otra; había un pasillo oscuro, una mecedora, una chimenea, a sus lados va- rios sillones en los que tres marineros se entibiaban las palmas, una mesa de roble detrás de la cual una mujer severa ya inquiría Asunto con la nariz.
Él sacó los documentos que ya había mostrado en la aduana, pero la mujer negó impaciente con la cabeza y se talló las puntas de los de- dos en la seña universal de Esto es lo que me interesa. Él sacó entonces algo del di- nero que traía, pesos, la mu- jer los calibró un segundo
y luego asintió Son buenos, los tomó y le dio una orden al muchacho, que echó
a andar por el pasillo.
Lo siguieron hasta un patio interior en el que só- lo había pedazos de sillas y mesas encimadas, al fondo una puerta que el mucha- chito abrió para ellos. Dos catres. Una silla entera. Un gancho para colgar ropa. Un cuenco de peltre. El mucha- chito señaló otra puerta en otro lado del patio: más va- lía que fuera el baño. Los miró un segundo en silencio. Hizo la mueca universal
de Bienvenidos al Hotel
Cincinnati, y se marchó.
El recibimiento al bajar del paquebote fue una anticipa- ción de todo lo que vendría después. Esperar y esperar, no saber decir, no ser escu- chado, aprender los nom- bres secretos de las cosas.
Cuando al fin llegó
su turno, sacó los papeles, pero el burócrata que le to- có en vez de tomarlos le hizo alguna pregunta, ¿De dónde viene? ¿A qué viene?
¿A qué se dedica? ¿Cómo
se llama? No todas: alguna de ellas. Decidió responder a todas de corrido. El bu- rócrata lo miró con impa- ciencia y le arrebató los pa- peles. Empezó a copiar los datos, pero al llegar a Ocu- pación preguntó algo, él mi- ró la palabra que le señalaba y dijo Abogado, lawyer. El burócrata lo miró inexpresi- vamente. Apuntó Merchant. Se detuvo otra vez al ver la edad en el documento, 47. Levantó la vista, lo estudió con genuina curiosidad, ca- si amistosamente, y apuntó: 21. También apuntó como fecha de llegada una que
no era, aunque podría es- tar equivocado: desde hacía mucho ya no sabía en qué día vivía.
Se quedó callado y re- cibió sus papeles de vuelta. A Pepe lo despacharon con más rapidez.
Se alejaban de ahí cuan- do cayó frente a ellos el hombre con la brújula.
Una cucaracha atravesaba el techo como quien se aven- tura al desierto, iluminada por el retazo de luz que en- traba desde el patio. Seguían su recorrido en silencio, aunque ambos sabían que el otro no dormía. La obser- varon ir y venir por un rato. De pronto Pepe dijo:
–¿Cuándo podremos volver?
La cucaracha ahora se daba media vuelta y andaba con prisa hacia un rincón.
–Pronto, seguro.
Tenían que encontrar a los otros. A la mañana siguiente preguntó, apuntando
el nombre y gesticulando los largos bigotes, si Mata se hospedaba ahí. No se hospedaba ahí. Preguntó más por no dejar que por optimismo. Ya sospechaba que si existía el Hotel Cincinnati no era éste.
Lo que sí no tenía caso
era preguntar por el verda- dero Hotel Cincinnati, ni modo que le fueran a decir Ah, usted quería ir al Verda- dero Hotel Cincinnati.
Tomaron una bebida caliente con alusiones de té que la dueña severa apuntó en un cuadernito, se pusieron los abrigos y salieron. Se quedaron unos minutos en silencio sobre la banqueta.
El día estaba soleado, mas la calle no se daba por enterada. No era el peor frío que había sentido, pero era un frío lento que, en vez de pegar de golpe, se tomaba unos momentos buscando por dónde filtrar una pe- lícula de escarcha bajo el abrigo. Caminaron hasta la esquina y miraron en todas direcciones. Ni rastro de la muchedumbre del día an- terior. Se dirigieron hacia
el río. Conforme se acerca- ban, las calles se desentu- mían, olía a carbón encendi- do, algunas tiendas comen- zaban a abrir, se escuchaban silbidos; un borracho que amanecía con la novedad espantosa de que ya no es- taba borracho los miró con la obvia intención de pedir- les caridad, pero cambió de opinión de inmediato.
Llegaron al levee y se encaminaron a donde había sido arrojado el hombre de la brújula. De algún modo
él esperaba que hubiera ras- tro de lo que había sucedido, de la golpiza, de la adrenali- na, de las miradas. No
había nada.
Al regresar al Gran Hotel Cincinnati se encontraron con que dos marineros se chocaban los pechos y las barbas ahí mismo en la, di- gamos, recepción. Se escu- pían saliva, tabaco e insul- tos, como perros con una reja de por medio, o no, porque uno de ellos se incli- nó así como quien no quie- re la cosa y prendió el ati- zador que colgaba junto a la chimenea, y el otro, con una agilidad insospechada para tanto pelo y tanta car- ne y tanto olor a ron, dio un paso atrás, sacó de debajo de un sobaco o sepa dón- de una soga gruesa con una bola pesada en un extremo, que giró con perfección una vez, como si enrollara el ai- re caliente frente a la chi- menea, y en el segundo giro le reventó una sien al otro marinero.
Había sido un instante de plasticidad bellísima, a pesar de que también ha- bía sido pavoroso el sonido del cráneo al romperse. Ya encontrarían que aquí esas combinaciones eran muy frecuentes.
La posadera severa tro- nó los dedos e hizo una seña al muchachito, el muchachi- to se caló un gorro, se puso su abrigo y salió corriendo, y el marido, quien los había guiado al Mundialmente Fa- moso Hotel Cincinnati, ex- trajo una pistola de debajo de su sillón, pero no apuntó al marinero, que, aunque no giraba su arma, aún la blan- día con el brazo doblado en alto, el marido sólo dijo un par de palabras serenas, que retrocediera, que bajara el arma, que no fuera imbécil, alguna de ésas.
(Este texto se reproduce con el permiso correspondiente)