Lo que no se puede esconder

Lo que no se puede esconder

EL FARO 

A mediados del siglo pasado, muy poco después de la conclusión de la Segunda Guerra Mundial, un periodista norteamericano se hizo la pregunta sobre cómo había llegado el pueblo alemán al apoyo del nazismo. Parecía increíble que la nación, probablemente, más culta del mundo occidental hubiera encubierto y asumido una ideología que llegó hasta la guerra. Este fenómeno, hasta la fecha actual, no está definitivamente explicado. 

Milton Mayer, periodista norteamericano, propuso a dos de los fundadores de la Escuela de Frankfurt, Max Horheimer y Theodor Adorno, un protocolo de estudio con alemanes sobrevivientes de la época nazi para intentar entender cuáles fueron los resortes que se dispararon en la Alemania posterior al Tratado de Versalles. Los resultados de sus entrevistas y las conclusiones a las que llegó se pueden consultar en su libro Creían que eran libres. Los alemanes, 1933-1945.

El autor de este escrito intenta dar una serie de razones contextuales, idiosincráticas, históricas y culturales que pudieran justificar los motivos por los que los alemanes nunca se dieron cuenta o miraron para otra parte respecto al problema de los judíos. Ni Adorno ni Horkheimer quedaron muy satisfechos de los resultados. Pero aun así, Milton publicó su trabajo y defendió sus resultados. 

Por alguna extraña razón, me pareció encontrar alguna similitud entre esa realidad misteriosa respecto a los alemanes y lo acontecido la semana pasada en Culiacán. Como ya se ha mencionado más arriba en este escrito, las principales razones que Milton expone en su escrito son sociológicas, es decir, le corresponden a una determinada sociedad con un contexto histórico bien claro. En el caso del análisis que se hace en México sobre el problema de la delincuencia organizada, prescindiendo del nombre concreto y de la organización de ésta, se aducen razones de seguridad, de economía, de estructura, pero casi no se menciona una raíz social del problema. 

Lo sucedido en Culiacán puede ilustrar, en parte, lo que pasa en la República entera. La sociedad, como masa genérica, relativamente organizada, guarda silencio. Lo hace o porque conoce a quienes participan activamente en el crimen organizado o porque sufren un temor que los paraliza. La única solución es mirar para otro lado con la esperanza de que la violencia no me toque ni a mí ni a mi familia. El silencio, entonces, o es encubridor o es miedoso. Sin embargo, cuando un operativo rompe este delicado equilibrio, puede concluirse que de manera resumida es el crimen organizado quien realmente tiene el control y que cuando necesita sacrificar algo o a alguien, no le tiembla el pulso con tal de ser fiel a quien controla su organización. Si esto es así, no se justificaría el silencio de ninguno de los dos tipos. Perteneciendo al crimen organizado o siendo un ciudadano sin más queda supeditado a los intereses del líder de turno. 

De la sociedad surgen los integrantes del crimen organizado. Ellas los educa, los conoce y termina temiéndoles. La sociedad es quien se queda callada por miedo. Sea en uno o en otro caso, el principio y el fin de la violencia reside en la sociedad. Uno de los cambios que se tienen que dar en un proceso de pacificación, además de los económicos, estructurales, de seguridad…, es la posición de la sociedad, como masa genérica, ante el propio fenómeno de la violencia. Ya son muchos años sufriendo miedo y muerte en nuestro país como para que nadie diga que cualquier estrategia pacificadora no puede ser funcional sin la participación de la ciudadanía.