“Los intereses de las minorías
suelen atentar en contra
de los derechos de toda la sociedad”.
Ikram Antaki.
Según el diccionario de la Real Academia Española, el verbo infiltrar tiene varias acepciones. La tercera define: “penetrar subrepticiamente en territorio ocupado por fuerzas enemigas a través de las posiciones de éstas”. La cuarta: “introducirse en un partido, corporación, medio social, etcétera, con propósito de espionaje, propaganda o sabotaje”. De lo anterior se infiere que infiltrado es la persona que se introduce de manera clandestina a un grupo adversario, en espacio hostil.
En los lamentables acontecimientos de los últimos días en estados como Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Michoacán y en la mismísima ciudad de México, los “profesores” de la CNTE se dicen inocentes de las aberrantes provocaciones y de sus sangrientas consecuencias. Según ellos, la culpa la tienen los “infiltrados”, los “anarquistas”, los encapuchados que “el Gobierno disfraza en nuestras filas para ensuciar la imagen de un movimiento democrático ante la opinión pública nacional e internacional”.
De un análisis, aún somero y superficial, de la semántica del término, se deduce que, si la penetración de un elemento extraño, a una organización, es subrepticia, tiene que ser necesariamente excepcional, minoritaria, difícil de detectar por la dirigencia del organismo contaminado. Evidentemente no es el caso. Las organizaciones violentas que respaldan a esa facción del magisterio, lo pregonan abiertamente, aunque pretenden ocultar sus nexos con partidos políticos, expresiones guerrilleras y otras formas de delincuencia organizada. Hacen de la desestabilización, profesión y modus vivendi. No hay infiltración clandestina, sí complicidad. Basta con preguntar ¿Por qué ninguno de los muertos pertenecía a la CNTE? ¿Cuántos participantes en marchas, plantones y actos vandálicos son realmente “trabajadores” de la educación?
Los grupos proveedores de “apoyos” (carne de cañón) son, entre otros: normales rurales, organizaciones “campesinas” de corte radical, expresiones diversas del sindicalismo independiente, pejezombies, EPR y similares.
Por definición doctrinaria (Max Weber dixit) el Estado es monopolista de la violencia legítima. A pesar de ello, los protocolos vigentes en materia de uso de la fuerza, hacen cotidiana, la comparecencia ante notario de los cuerpos policiales, antes de cualquier operativo, para que dé fe pública de que no portan armas. Es evidente que los primeros disparos no pudieron salir de ellos. La duda proviene de gravísimos errores en la comunicación y de la desconfianza que los divulgadores del desorden saben sembrar con eficacia en la opinión pública, ante toda acción del Gobierno; de cualquiera de sus órdenes y niveles; propaganda negativa que el poder público no contrarresta con profesionalismo. Resultado: para una buena parte de los opinadores de oficio, los malos son los que defienden la ley y los buenos los que se niegan a respetarla.
La percepción (siempre subjetiva) de los hechos, depende del lado en que se ubique el observador. Para los críticos del Gobierno, hay represión generalizada de la libre expresión y de los Derechos Humanos. En contraste, la parte indubitablemente mayoritaria de la opinión pública y de quienes alguna vez vivimos la responsabilidad de preservar la gobernabilidad y el Estado de Derecho, desde los organismos de seguridad, el abuso de esas prerrogativas raya en la anarquía; en abierto reto a la autoridad legítimamente constituida y en claros intentos por multiplicar los frentes de conflicto para desestabilizar a las instituciones, comenzando por los furibundos e infundados ataques a la figura del Titular del Poder Ejecutivo.
La incubación del odio es peligrosa; el desabasto de productos básicos irrita de manera creciente a la población: diferentes expresiones de la iniciativa privada; ciudadanos comunes; amas de casa; transportistas; prestadores de servicios turísticos… están hartos de tantas agresiones. El Gobierno, para ellos (no importa si es municipal, estatal o federal) es timorato, esclavo de sus miedos…
Para quienes deben tomar decisiones, dos extremos cercanos, pueden conducir al mismo final. Se reduce el ámbito de la voluntad política a una gran disyuntiva: ceder al margen de la ley o actuar dentro de ella. El precio de una equivocación, cualquiera que sea, sería históricamente, muy alto.
El Gobierno de la República, por conducto del Secretario de Gobernación, no agota su voluntad de diálogo, aún ante la cerrazón intransigente y provocadora de quienes se acostumbraron a presionar para obtener canonjías; pero es obligación del Estado y de sus gobernantes, recurrir a la fuerza pública, como última instancia para garantizar la paz y la seguridad de la mayoría.
La veleidosa opinión pública, por un lado exige orden y por otro acusa de represivas las acciones que se toman para preservarlo.
Los “infiltrados”, anarquistas, encapuchados y demás miembros de esa fauna nociva son presas del engaño y/o del fanatismo. No les importa aportar periódicamente irracionales cuotas de sangre. Están convencidos de que son los buenos, pero se olvidan de la filosofía que contiene el célebre cuarteto acuñado en la España medieval: “Vinieron los sarracenos / y nos molieron a palos / que Dios ayuda a los malos / cuando son más que los buenos”.
Junio del 2016.