Terlenka

¿Cómo se restaura el futuro? ¿O cómo se planea la interpretación del pasado? Ambas son tareas difíciles de llevar a cabo e imprescindibles para tornar respirable el presente.

Los seres humanos —al menos la mayoría de los que yo he conocido— mantienen y defienden principios, ideas, nociones, opiniones que no quieren poner en riesgo pues temen darse cuenta de que han transitado por la vida montados en mal entendidos retóricos, argumentos manidos, falacias y odios transmutados en juicios dogmáticos. ¿Es posible lo contrario? ¿Que durante el breve lapso de una vida se conserve un poco de sentido en nuestras convicciones? Si fuera así no seríamos humanos, sino máquinas morales capaces de ser medidas y controladas por un manual irrebatible: seríamos como las sosas plegarias que se le rinden a un dios dormido que ronca en sus aposentos. El hombre convencido es nocivo, según mi experiencia, para la vida social porque su convencimiento y sus principios incontrovertibles pueden llevarlo a extremismos, fanatismos y límites que impiden los acercamientos a otras visiones, pensamientos, experiencias o nociones acerca de un hecho o de un problema determinado. El hombre convencido es como esa caricatura de la que uno se ríe en silencio porque la encuentra cómica y triste al mismo tiempo; una sátira peligrosa y causante de tantos desvaríos y desgracias. Yo le diría a este ser inmutable en sus convicciones que no se puede hacer mucho para mantenerse dignamente de pie, y si desea transmitir su saber no le queda más remedio que contar un relato moral —político, filosófico, personal, etc…— y esperar las consecuencias de hacerlo público. Compartir este relato moral es también ponerlo en palabras con el propósito de encontrarle fisuras y modificarlo en el transcurso de la vida. Cuando me imagino al hombre convencido dictando reformas para la educación de toda una sociedad me aterro porque sospecho que no se ha puesto a pensar que la restauración de un futuro lo requiere a él sólo de manera parcial: su relato no es el relato de todos.
Un ejemplo sencillo de la fragilidad de las convicciones y que puede resultarle familiar a muchas personas es el matrimonio o las reformas que uno intenta imponer a esta institución, caduca desde mi punto de vista, con la finalidad de renovarla. Cerca de 1930, uno de los dos creadores de los Principia Mathematica y más tarde ganador del Premio Nobel de literatura —distinción extraña y bastante exagerada en este caso—, Bertrand Russell (1872-1970), publicó un libro que tituló Matrimonio y moral. Hoy se leen estas páginas como el legado de un abuelo libertino o las candorosas opiniones de un hombre de otro siglo; sin embargo, en ellas Russell intentó modificar las ideas cristianas y dogmáticas acerca de la finalidad de un matrimonio y le restó importancia a la infidelidad, al adulterio y al divorcio que miraba como una forma sencilla y correcta de desembarazarse de la pareja. Como consecuencia de la publicación de este libro, Russell fue acusado legalmente de mantener posturas que lesionaban la moral pública. Incluso debió de perder un juicio promovido por una mujer que lo acusó de aprobar que los niños se masturbaran. De alguna u otra manera el libro podía considerarse un breve tratado para reformar los hábitos matrimoniales. Varias décadas después, este hombre casado y divorciado varias veces, se da cuenta de que ha sido demasiado rígido en las reformas prodigadas en su libro; de hecho Dora, su segunda mujer, se embaraza de otro hombre cuando las ideas de Russell se oponían a concebir hijos con otra pareja fuera del matrimonio si antes no se llevaba a cabo un sencillo divorcio. La infidelidad y el adulterio tenían para el filósofo y matemático un límite, pero la realidad, como bien sabemos, realiza siempre sus propios planes. En 1968, Russell escribió: “Ahora, ya no sé lo que pienso respecto al matrimonio. Cada teoría general sobre el tema parece tropezar con objeciones insalvables. Quizá el divorcio fácil cause menos infidelidad que cualquier otro sistema, pero ya no me siento capaz de ser dogmático respecto a asuntos del matrimonio.”
Los aguerridos reformadores se enfrentarán todas las veces a la complejidad de una realidad que los hace tropezar. Yo desconfío, como he dicho antes, del hombre convencido que se ve a sí mismo como un ser coherente, puro e insobornable. Me reconforta saber que Russell llegó a aceptar, al final de su vida, que sus ideas sobre una reforma matrimonial habían sido dogmáticas puesto que, en cada caso, el sentimiento de amor o de infidelidad son y se muestran diferentes.
Ahora: haciendo una analogía entre el matrimonio y la educación me pregunto: ¿qué impide a una reforma educativa propuesta e impuesta desde cualquier poder no tropezar abruptamente? Yo mismo me respondo: los extremismos, las facciones pendencieras, los gobiernos conformados por burocracias tecno científicas y económicas interesadas en imponer un solo camino en la divulgación del conocimiento; los grupos o personas incapaces de llevar a cabo un diálogo: las empresas que se han encargado de que la tecnología sea un atraso en el desarrollo de las facultades humanas; la opinión irreflexiva concentrada en nimiedades y prejuicios; la miseria de la población que aumenta debido a una supuesta abundancia; la concentración de bienes y la ingrata ignorancia de los gobernantes. En fin, nada que ustedes no hayan escuchado o sabido de antemano.        
UN EJEMPLO SENCILLO DE LA FRAGILIDAD DE LAS CONVICCIONES Y QUE PUEDE RESULTARLE FAMILIAR A MUCHAS PERSONAS ES EL MATRIMONIO O LAS REFORMAS QUE UNO INTENTA IMPONER A ESTA INSTITUCIÓN, CADUCA DESDE MI PUNTO DE VISTA, CON LA FINALIDAD DE RENOVARLA

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