• Tambor de corazones
Mal síntoma es sentarse en un columpio y empujarse hasta ver las nubes, con la seguridad de que el mundo que da vueltas en la cabeza, tarde o temprano acabará por acomodarse, y de alguna forma permitirá que no salgamos disparados al espacio. Mal síntoma porque si a eso se agrega una playa y dibujar nombres que borrarán las olas, en una tarea que ocupa mitad de la tarde, ninguna duda habrá, hasta para el médico más ignorante, que de seguro dejaste encargado por ahí el corazón, y no tuviste la precaución de que te dieran una nota de recibido; y si de plano lo vendiste, una factura con el IVA desglosados y los datos fiscales.
Cuando eso pasa ya no hay marcha atrás, y aunque busques entablar una demanda por daños y perjuicios al alma, te encontrarás con tantos trámites, que lo mejor es renunciar al lío judicial, y simplemente aceptar que en la vida siempre hay ocasión de encargar, empeñar, vender o perder el corazón en uno de esos días que te levantas espléndido y amoroso con la mañana, por muy nublada que se tope contigo.
Una buena parte de los que miramos y nos miramos en la calle, un día cualquiera se levantaron, arreglaron sus prendas, se desayunaron en un rito lento y despreocupado, sin saber que justo cuando las manecillas del reloj marcaran la hora nona, descubrirían que con todo y que podían caminar hasta la estación del autobús y luego correr para checar a tiempo la tarjeta de entrada al trabajo, en el pecho no había sofocación, ni tambor alguno desbocado por el esfuerzo.
Algunos recurrieron al silencio absoluto para escucharse el corazón, luego se robaron un estetoscopio, pero nada, en la dichosa caja torácica había desaparecido el motor que desde el nacimiento les había sido asignado con garantía sellada de por medio, y la posibilidad de regresar a la tienda divina si fallaba a la de primeras.
El asunto es que no presentaba desperfecto alguno. Simplemente había desaparecido.
Durante alguna época cundió el pánico porque no había casa donde alguno de sus moradores no presentara síntomas de haberse quedado sin corazón. Hubo los que recurrieron a colocar anuncios hechos a mano en los postes, en las tiendas, donde los dejaran, para preguntar si de pura casualidad no habían encontrado un puño de carne que se preciaba de latir sin interrupción.
Después llegó la costumbre, y la humanidad quedó dividida entre los que llevaban un pecho hueco que sonaba como tambora al tocarlo, y los que presumían que sonaba igual que unas maracas de trío.
Luego aparecieron los corazones, relucientes, afinados con exactitud matemática, incapaces de desentonar en una orquesta de percusiones. Lograban agarrar el ritmo apenas en unos segundos.
Y sucedió que quienes siempre los tuvieron, es decir que lograron aprisionarlos en sus jaulas de hueso, se dieron cuenta que con trabajos lograban seguir el ritmo de los que para ese momento jugaban a la improvisación a partir de los temas más complicados que en toda la historia musical pudieran haberse concebido.
Fue en ese instante cuando los parques del mundo se llenaron de solitarios que se mecían con tanta fuerza, que no pocos acabaron trepados de las nubes, y fue necesaria la intervención de bomberos para intentar bajarlos.
Pero no quisieron bajar. Es decir que por un misterioso fenómeno acabaron convertido en ángeles, otros achacarían el asunto a las abducciones extraterrestres, pero el hecho fundamental es que la enfermedad de los sin corazón había desaparecido. Todos, por lo menos una vez en la vida, deben encargarlo, empeñarlo, venderlo o regalarlo.
De otro modo siempre habrá sido una máquina de ingeniería alemana, es decir de absoluta perfección, pero sin fibras dolientes y locas de alegría, que al final de cuentas hacen del corazón un corazón.
Mil gracias, hasta mañana.
jeperalta@plazajuarez.mx/historico/historicomailto:peraltajav@gmail.com
twitter: JavierEPeralta
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Cuando eso pasa ya no hay marcha atrás, y aunque busques entablar una demanda por daños y perjuicios al alma, te encontrarás con tantos trámites, que lo mejor es renunciar al lío judicial, y simplemente aceptar que en la vida siempre hay ocasión de encargar, empeñar, vender o perder el corazón en uno de esos días que te levantas espléndido y amoroso con la mañana, por muy nublada que se tope contigo.