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MORIR A TIEMPO

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MORIR A TIEMPO

Familia Política

La Reina Isabel II murió en la cúspide de su gloria. Su reinado, aunque el más longevo de los últimos tiempos, aún no tenía el repudio de su pueblo (seguramente algún día lo tendría). Es impresionante mirar y admirar el llanto y tristeza desbordada de gente famosa por su flema, su fría racionalidad, su dominio casi absoluto de las emociones. Con la sinceridad reflejada en cada rostro, en cada lágrima, en cada flor… un desfile que se antojaba interminable en el tiempo y en el espacio, transmitía al mundo un mensaje de lo que debe ser la alta política y la imagen óptima del político, joven o viejo: la Reina Madre tuvo la fortuna de morir a tiempo.

Un fenómeno mundial como éste, lleva a actualizar meditaciones en relación con la vida, pero principalmente con la muerte de algunos de los más grandes personajes de la historia. En principio, es importante considerar que algunos de ellos deben su fama y trascendencia más a su muerte que a su vida, por trascendentes que hayan sido sus logros. Podemos elucubrar en torno a la encorvada figura de Sócrates de Atenas, el filósofo que deambulaba por los lugares públicos vestido casi con harapos, para abordar a los personajes más encumbrados de la ciudad y acribillarlos con preguntas, al parecer ingenuas, pero cargadas de malicia enfocada a demostrar su ignorancia. La Ironía socrática destruía la “importantitis”, el ego exacerbado de sus interlocutores y llevó a nuestro personaje a acuñar sus famosas frases: “Yo solo sé que no sé nada” “Conócete a ti mismo”, entre otras. Murió envenenado por su propia mano, en cumplimiento de una orden judicial por corruptor de la juventud.

Fue el mundo griego, principalmente la ciudad de Atenas, escenario propicio para que se fundieran los nombres de grandes pensadores, seres mitológicos, poetas, personajes de tragedia… La muerte, dictada desde El Olimpo por decisión de los dioses, trazó el ineluctable destino de muchos arquetipos de las acciones y pasiones más representativas del género humano como: Homero, Aquiles, Ulises, Medea, Edipo, Electra y muchos más. Algunos murieron a tiempo, otros no tuvieron ese privilegio.

En la Roma clásica, Julio César, el poderoso dictador, por desconfiado, no tenía guardaespaldas; cierto día de marzo, en la sala principal de La Curia, un grupo de senadores lo rodearon con el pretexto de pedirle favores y, en una concertada acción, lo ultimaron con veintitrés puñaladas. Entre los conspiradores se encontraba el personaje más querido por el gran General, a quien consideraba casi de su propia sangre. El anecdotario histórico le atribuye la frase: “¿Tú también, Bruto, hijo mío?”.

También, la muerte de Alejandro Magno generó un debate que trasciende hasta nuestros días. La versión oficial es que murió de fiebres, en contra de la rumorología popular que afirma, sucumbió envenenado. Sea como fuere, la guadaña de La Parca cortó su vida de manera prematura (a los 33 años), después de crear uno de los imperios más grandes del mundo, en su tiempo.

Sin duda, la muerte que más trasciende en el mundo (sobre todo occidental), es la de Jesús de Nazareth. El mesiánico personaje cuya venida al mundo anunciara su primo, otro profeta que deambulaba por aquellas desérticas tierras bautizando a quienes creían en sus predicciones, incluyendo al propio Rabí de Galilea. La vida de Juan “El Bautista” estaba en su culminación cuando por la lascivia de Herodes y la belleza de Salomé, rodó su cabeza cercenada y ofrecida al Tetrarca en una charola de plata. Después, el Maestro Jesús, fue dolorosamente humillado con golpes y escupitajos, llevando hasta la cruz el cruel tormento romano, en cumplimiento de la condena que dictó en su contra su mismo pueblo, el judío. A pesar de que llegó al sacrificio por voluntad propia, conocedor de su destino, en el último momento pronunció las célebres siete palabras, que algo tienen de momentáneo reproche: “Padre mío, ¿por qué me has abandonado?”.

En otros tiempos, en diferentes espacios, bajo distintas circunstancias, podemos hablar de Johann Wolfgang von Goethe, el genio alemán quien, en su lecho de muerte alcanzó a pronunciar su epitafio: “Luz, quiero más luz”. 

El célebre Fouché, terrible “Genio de las Tinieblas”, siniestro jefe de la policía francesa, mandó a la guillotina a muchos ciudadanos de su entorno; murió en su cama de manera pacífica y alejado de la violencia. 

Cristóbal Colón y Hernán Cortés, cambiaron definitivamente la historia de Europa, murieron olvidados, carentes de fama y fortuna. El Presidente Benito Juárez, Benemérito de las Américas, llegó al poder con muchas dificultades por su origen indígena pero, al alcanzarlo, jamás se desprendió de él. Una benévola angina de pecho terminó con su vida, antes de que su pueblo dejara de creerle, como sucedió con su paisano y prácticamente sucesor, Don Porfirio Díaz: soldado impecable, militar pundonoroso ajeno a la corrupción, fue expulsado por la Revolución Mexicana de 1910, por el único pecado de no morir a tiempo.

Sirvan estas modestas líneas para unirme al homenaje a una anciana monarca, quien supo honrar la imagen del político y gobernar durante décadas sin perder el amor y reconocimiento de su pueblo. 

Tuvo la fortuna de morir a tiempo.