
LAGUNA DE VOCES
Sucede que han sido tantos años de asistir a una misma obra que solo cambia de actores principales, que uno termina por repetir de memoria algunos diálogos que nunca cambian, si acaso les quitan un punto para colocar una coma, o usan sinónimos con el afán de marcar la diferencia. Pero la maldita experiencia de la vida acaba por quitarle el gusto a los eventos que antes seguíamos libreta y pluma en mano, para no olvidar un solo detalle, ni el viento que siempre se suelta, la lluvia ligera que hace pensar que los fuegos de artificio acabarán por no prender, de lo mojados que seguro quedaron. La sorpresa de verlos alumbrar el cielo lleno de nubes negras, ahora descubrimos que no lo era, porque de alguna manera adelantábamos que los encargados de las coronas que volaban por los aires, los castillos, las “bombas” que estallaban y derramaban luceros por todos lados, siempre trabajaban de esa manera, es decir en las peores condiciones del clima y con la garantía de que casi ninguno de los firmamentos artificiales, se cebarían por el agua.
De cada uno de los que saludaban a la bandera en el balcón del segundo piso, a donde se llega por la sala de ex gobernadores que quién sabe si todavía exista, guardamos en la memoria al único que se auto designó general de cuatro estrellas, y con toda la fuerza del saludo castrense, le arrebataba la bandera al militar de casco verde olivo.
Pocos tan folclóricos, con una personalidad única para dejar en claro que tenía madera para haber sido presidente de la República, y así trasladar al Palacio Nacional las maratónicas reuniones de evaluación que empezaban un miércoles por la tarde, para concluir al otro día, a los dos días, sin que nadie osara dejar la sala de juntas si Guillermo Rossell de la Lama no daba muestra alguna de cansancio.
Respetuoso, admirador de Benito Juárez García antes que AMLO, Adolfo Lugo Verduzco fue siempre el mandatario apegado a las normas, a la tradición, al rito que no debía cambiar ni una coma, porque en la historia siempre encontraba la razón absoluta de su ejercicio político.
Después fue Jesús Murillo, y en ese momento cambió de manera radical la historia, no solo del grito sino del ejercicio del poder en Hidalgo, con todo y que su origen era la que desde entonces se denominaba la “familia real”, y que sin duda con él llegó al nivel máximo de inteligencia en el Poder Ejecutivo.
Los días 15 se transformaron en una visita que en ese entonces parecía imposible, a la Plaza Juárez, solo, sin guaruras de por medio, o al menos nadie los vio, y directo a comer chalupas y pambazos en los portales pegados a la Luz Roja, que hoy mero arriba da cabida a la cantina más popular de la capital, todavía comandada por El Charly y su Acozac.
Al poco tiempo se dio por terminada la fiesta de los que ahora sabemos eran los fifís, mero en la Sala del Pueblo, mero arriba para mirar como “los de abajo” celebraban la Independencia.
Murillo decidió cancelar para siempre esa historia de los del poder, que miraban desde los cristales del Palacio a los que, abajo, se arrojaban espuma contenida en espray, y todo lo que tenían a la mano. Nunca regresó esa fiesta absurda que en muchos sentidos hablaba de una división abierta, descarada de los que llegaban con sus mejores galas, esposas y consortes con abrigos caros y joyas que solo en sueños los de la plaza mirarían algún día.
Hoy es una nueva historia, aunque en el fondo es la misma, porque el poder es el poder. Pero es nueva. De los 93 años de un solo partido en el poder, queda solo el recuerdo, y los momentos en que mirábamos con ese sentimiento raro que provoca la cercanía con quienes tienen en sus manos los destinos del Estado, que a veces simplemente es la idea constante de que la historia se escribía ante nuestros ojos.
Hoy empieza en forma, pero también en fondo, la era de Julio Menchaca Salazar, y con él, la de los nuevos tiempos de la política hidalguense.
Mil gracias, hasta el próximo lunes.
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@JavierEPeralta